El quinto mandamiento

Por: Camilo Álvarez

“¡Si se llega a meter conmigo lo hago desaparecer!”, quien pronunció esta frase en la calle no tendría más de 21 años. El extraño me terminó convenciendo de escribir esta columna sobre la muerte y este 2020. Hablaba por teléfono y afirmaba vehemente a su interlocutor que un tercero había cruzado algún límite y que la furia que lo invadía le provocaba causarle la muerte. Nunca creí que alguien como él podría realmente materializar las palabras que salían de su boca.

Me quede en una especie de letargo mientras seguía su paso, vociferando y dando manotazos al aire. Recordé a Nathalia y Rodrigo camino a Palomino, asesinados luego de su matrimonio, en un para-je al que le entregaron buena parte de su energía y sueños. ¿Quién podría pensar que una pareja como ellos podrían ser peligrosos para alguien o algo? Eran personas de las que no hacen daño de ninguna manera en vida, pero que cuando nos los arrebatan generan un dolor desgarrador, entre la impotencia y la indignación.

Me conectó con la imagen que sacudió noviembre de 2019: el asesinato de Dylan Cruz, de 18 años, cuando el capitán del Esmad, Manuel Cubillos, decidió arrebatarle la vida en las movilizaciones del paro nacional. Este joven no buscaba más que educación y expresar su descontento e inconformismo con políticas que claramente le afectaron hasta la vida misma. A estas muertes de fin de año (hubo muchas más) se les aventajaron las fiestas de fin de año, la mala memoria, el rebusque del día a día y la respuesta escueta de nuestra justicia: la impunidad.

El año 2020 despuntó con uno de los índices más bajos de popularidad en la historia del gobierno central y del presidente, mientras cayeron a diario personas comprometidas con el territorio, la sustitución de cultivos, el medio ambiente, los acuerdos de paz o la oposición política. Casi un muerto/a por día y las imágenes escabrosas de degollad@s, descuartizad@s, empalad@s y masacres. Paradójicamente la muerte volvió a reinar por elección democrática.

Sigo creyendo que ninguna cultura cree que la mejor manera de resolver los problemas es eliminando físicamente al otr@, ni siquiera la nuestra, pero la cotidianidad de la vida en vilo parece que nos gana en la costumbre.

¿Qué tanto se ha movido en nuestra sociedad el límite del respeto a la vida? Cuentan las historias de la guerra que las discordias de vecinos como linderos, pasiones y deudas se mediaban con los actores armados y la bala era el remedio tangible a los rumores trascendentes. El poder accedió a sus intereses a sangre y fuego. “Me vende usted o negocio con la viuda”, “su vida no vale ni la bala que voy a gastar” eran frases comunes.

Los justificativos “Dicen que era” y “Por algo será” son el triunfo del antivalor donde la muerte es el medio y el remedio y se acepta el fin con antelación así la paranoia sea esquiva. En Medellín escuché a una madre que ya había hecho duelo sobre su último hijo en vida porque sabía que no iba a llegar a los 20 años. Y el cuentero del popular recitaba al final de su obra: “Pórtense bien pa´ que los quiebren de últimos”. La muerte es fin y principio, resignación y afirmación, miedo y seguridad. El alfa y el omega de los apóstoles del engaño que han logrado corroer el más básico de los instintos humanos: la solidaridad y cooperación. La magnitud del horror se disipa en la densidad de la costumbre.

Pero le cabe tanto al asesino como a la impunidad que lo cobija. La justicia a mano propia se nos vende como la salvación del desmadre y el desgobierno; mientras un sistema judicial pueril se devana entre la corrupción y la mafia. La impunidad es una leguleyada que atrapa la muerte, la justifica y la mistifica. Desde “el doctor” del puente peatonal que asesinó tres “bandidos” y fue defendido sin proceso, hasta los toros de la temporada taurina a la que no se pudo dar freno porque ya el procedimiento estaba hecho. Una firma burocrática de nuestro sino, nos gana la muerte porque siendo esta su casa se impone por decreto, mientras nos podemos ir de vacaciones o posponer la lucha por la paz.

En Colombia es mas fácil pensar en huir o tomar una pausa de la realidad de muerte que definirmos en transformar radicalmente el sentido de la vida. Darnos cuenta que lo anormal es que nuestra sociedad no reaccione ni siquiera ante la muerte que la ronda. ¿Cuál es el enlace que nos permitirá ver que cuando se justifica la eliminación violenta de alguien es muestra de nuestra derrota como sociedad democrática?

Aquel personaje de la calle tal vez nunca se entere que fue su frase la que provocó estas letras de muertos y muerte. El reto seguirá siendo preguntarnos cómo generar empatía de vida para enfrentar a los asesinos de siempre y desterrar la muerte como idea de solución a los problemas. El poder tradicional estructurado por esa simple y estúpida idea está muriendo y por eso nos mata de manera frenética.

Al fascismo y al fanatismo le hace falta una buena dosis de Quinto Mandamiento. El “No Matarás” es un imperativo para los poderosos.

En lo que nos corresponde, para nuestras conciencias la idea epistolar de “la vida es sagrada” no se puede arrodillar ante la “legítima defensa”. Aceptarlo es una derrota, porque en el fondo nos dice que lo sacro es el lucro.

Fuente: https://www.elespectador.com/colombia2020/opinion/el-quinto-mandamiento-columna-905057