El modelo heredado del despojo



Esta investigación, de las 20 que ha producido el Centro que dirige Gonzalo Sánchez, descubre el patrón con el cual el paramilitarismo comandado por la Casa Castaño despojó de 3,4 millones de hectáreas a 434.000 familias en los departamentos donde dominó.

La lógica de la usurpación fue así. Primero, despejar tierras promisorias de campesinos pobres, de comunidades negras e indígenas, aterrorizándolos con todas las formas de violencia, a veces con el apoyo de la Fuerza Pública. Segundo, infiltrar y cooptar a las instituciones encargadas de regular el campo y la propiedad, en complicidad con élites locales corruptas y sus fichas en el gobierno nacional. Tercero, invitar a los ricos —políticos locales, o terratenientes, o a empresarios amigos de orígenes lícitos o ilícitos o testaferros propios— a que invirtieran en grandes proyectos.

Cuarto, dar el zarpazo perfecto y apropiarse de las fincas, con la certeza de que ya no habría quién las reclamase, de que habría quién las desarrollase y de que el Estado estaría allí para caminarles: las notarías legalizarían escrituras con falsedades, como lo descubrió la Superintendencia de Notariado en todas las regiones donde ha investigado; Finagro les daría créditos subsidiados, como sucedió en Urabá con el proyecto de palma en Jiguamiandó y Curvaradó, y el Incora reversaría las adjudicaciones de predios a campesinos, para readjudicárselas a hacendados, como consta en miles de registros.

No fue una conspiración, sino que los interesados fueron descubriendo este método tan eficaz y expedito para satisfacer sus múltiples propósitos, que cundió como plaga en toda la Costa Caribe, Norte de Santander y Llanos Orientales. Impulsó un modelo de desarrollo en estos territorios despojados, cuyos principales motores fueron la agroindustria de biocombustibles, la minería, la ganadería extensiva y los cultivos ilícitos; y no una clase media campesina, propietaria y productora de alimentos. Pisoteó además la idea de la Constitución del 91 de una sociedad más incluyente, respetuosa de las minorías, la diversidad y el medio ambiente.

Por eso advierte el informe que si no se evita que se consolide la ocupación ilegítima, sea de los que usurparon directamente con violencia y sus socios, o de los que aprovecharon la impunidad para comprar tierra barata, las leyes de Justicia y Paz y de Víctimas seguirán sucumbiendo, trabadas y entorpecidas por nuevas violencias de los ocupantes ilegítimos, o por la institucionalidad que todavía sigue siendo funcional a sus intereses.

La segunda advertencia que hace el informe es que la actual política de desarrollo rural, con las nuevas figuras que contempla, plantea riesgos de que estas ocupaciones se legalicen. Sólo para citar un ejemplo, al permitir comprar más de una Unidad Agrícola Familiar —que fija una extensión máxima a las parcelas que reciben los beneficiarios de reforma agraria— se pueden legalizar más fácilmente los englobes de predios de campesinos expropiados a la fuerza que se hicieron en el pasado.

Vale la pena leer este libro porque nos lleva a ponernos en los zapatos de las víctimas del despojo, y documenta con creces por qué no habrá Estado de derecho, ni paz, ni reconciliación posibles, si realmente, como sociedad, no hacemos valer más el derecho a un patrimonio ganado con el trabajo y esfuerzo de ciudadanos honrados, que el de patrimonios surgidos del matoneo, el robo, y las lágrimas de los colombianos más pobres y marginados.

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