El crisol de derechos en el conflicto: del diálogo al consenso

En carta del 16 de mayo de 2013, organizaciones indígenas de Colombia (ONIC, CRIC y ACIN) responden al Comandante Timoleón Jiménez de las FARC, que aceptan el planteamiento hecho por este dirigente guerrillero de conversar. En la misiva advierten: “ Siempre preferimos dialogar. Eso sí, no renunciamos a ejercer nuestra autonomía como pueblos, nuestro gobierno y nuestra justicia propios ”.[i] .


No obstante la aparente serenidad, esta declaración saludable está precedida no sólo de hechos muy delicados sino de altisonantes expresiones vertidas desde diversos lugares. De ahí que conviene superar el grado básico de adhesión e información, intentando esforzarse en comprender el contexto y la gravedad de la cadena de cartas cruzadas que se han lanzado desde hace años. Al menos entender qué ha pasado desde el 29 de abril de este año (2013), cuando representaciones indígenas, en carta al Comandante Jiménez, señalan a las FARC de “ discursos vacíos ”, exclamando: “ una cosa es lo que ustedes pregonan en ciertos escenarios, y otra cosa es la realidad que nos toca sufrir en las comunidades debido al accionar de sus subordinados combatientes ” [ii] .

Con base en las demandas indígenas, son al menos cuatro los aspectos que a lo largo de sus líneas cabe destacar, puntos frente a los cuales es responsabilidad referirse con cierto análisis: 1) al carácter de acciones armadas , sobre las cuales concluyen dichos colectivos: “ todo esto hace parte de un cuidadoso plan de guerra finamente elaborado ” (carta del 29 de abril), 2) a las incoherencias entre discurso y práctica , 3) al binomio autonomía-justicia , y 4) a las posibilidades de diálogos y acuerdos .

El propósito de este escrito es a título personal hacer una lectura y una propuesta, enlazando elementos que se comparten por diferentes espacios de deliberación. Su perfil polémico es obvio; de eso se trata: de un debate que escape a la servidumbre teórica y a la docilidad práctica, apostando por construcciones alternativas .

1) Acciones armadas contra miembros de pueblos indígenas

Son dos los rangos que las cartas de algunas organizaciones indígenas enfatizan respecto a las responsabilidades de las FARC. El primero es sobre la propia entidad e intencionalidad de los hechos violentos. El segundo se refiere a la cadena de mando. En ambos se entrevé una orientación o tendencia: acusar de crímenes de lesa humanidad a la insurgencia de las FARC, imputando a su comandancia.

Es la primera vez en la historia que un sector de las organizaciones sociales reivindicativas y del movimiento popular condensa tales cargos tan graves. Las palabras usadas son elocuentes: “ sabemos que ningún guerrillero, miliciano o comandante acciona las armas sin consentimiento, orden y directriz previa de los comandantes supremos… todo esto hace parte de un cuidadoso plan de guerra finamente elaborado (…) Es innegable que el modus operandi, las víctimas, los métodos son los mismos que ustedes utilizan en el Cauca, Nariño, Valle del Cauca, el Chocó, la Orinoquia, la Sierra Nevada entre otras regiones (…) somos víctimas de toda una política sistemática para exterminar nuestro proceso ”. Aparece también en la carta del 29 de abril la referencia al “odio” hacia la cultura indígena.

En la mencionada comunicación del 16 de mayo de las organizaciones indígenas al Comandante Timoleón Jiménez de las FARC, dichos colectivos son más claros en la (des)calificación:“¿en una población tan reducida como la nuestra, no se trata de un caso de muertes sistemáticas? ¿No es eso lo que llaman un crimen de lesa humanidad? (…) ¿Hay una palabra, distinta a exterminio, que podamos usar para llamar a esta muerte continua de indígenas cuyo delito es que queremos mandarnos y vivir a nuestro modo y según nuestras costumbres? ”.

En momentos en que un fuerte debate tiene lugar en Colombia respecto de las responsabilidades penales en el conflicto armado y las posibilidades de modelos de justicia transicional al tanto de un proceso de paz, cuando incluso el Fiscal General de la Nación ha afirmado que no existen sentencias por crímenes de lesa humanidad proferidas contra la dirigencia de las FARC [iii] , una denuncia como la realizada por dichas organizaciones indígenas, en esos términos absolutamente cargados con la severidad que trasluce esa categoría jurídica de crimen de lesa humanidad , representa cuando menos la base fáctica de una querella que deben sustentar, si es exacta y seria esa imputación bajo ese concepto, así como una significante condena anticipada por las víctimas, cuyas razones jurídicas, de eticidad, y políticas también, habría que discutir, pues se trata nada más y nada menos de señalar como criminales contra la humanidad a mujeres y hombres rebeldes, alzados en armas, muchísimos de ellos indígenas y campesinos también, con lo que ello conlleva no sólo de explosiva ruptura moral al interior de las luchas por la transformación del país, sino de injusto e inicuo emparejamiento histórico.

Porque con dicha asignación estas organizaciones indígenas no sólo ubican y equiparan a los mandos de esta insurgencia en el nivel de Pol Pot (como ya lo hizo reiterada, interesada y perversamente el hoy alcalde de Bogotá, Gustavo Petro [iv] , del movimiento “Progresistas”), o los comparan de hecho con Ríos Montt o Videla, y sus estrados de acusados cínicos, sino que se igualan y concuerdan los dirigentes indígenas por su reacción premeditada con las voces más retrógradas del país, como las del ultraconservador Procurador Ordóñez o de otros fascistas criollos como Uribe Vélez, éste sí verdadero criminal de lesa humanidad, en su afán por restar todo crédito político revolucionario o altruista a la insurgencia del ELN y las FARC, aunque, contradictoriamente, dichas organizaciones indígenas al tiempo que acusan con tal acometida, sí reconocen abiertamente a la guerrilla como interlocutor ético-político.

2) Incoherencias entre discurso y práctica

Las organizaciones indígenas que suscriben las cartas acusan a las FARC de mantener una cosa en el discurso y otra contraria en los hechos. Señalan que por ello, mientras se pregona respeto por parte de la comandancia, guerrilleros han asesinado a numerosos indígenas. Manifiestan que por eso emprendieron un juicio contra guerrilleros indígenas imputados como autores de la muerte del líder Benancio Taquinás. El llamado es contundente, a la par de la gravedad de las acciones que se rechazan, como esa ejecución. En la carta del 16 de mayo al Comandante Timoleón Jiménez se le expresa otra incoherencia: “Usted reclama para los condenados por la muerte de Benancio Taquinás el debido proceso que no le permitieron al propio Benancio; porque juicio no hubo con Benancio, comandante. ¿No le parece una contradicción? ¿Los suyos se merecen el debido proceso y los nuestros se merecen 14 balazos? Esos acusados y condenados tienen garantías en nuestra justicia. Usted dice que ellos no fueron; nuestra investigación rigurosa dice otra cosa. Si ustedes nos envían las evidencias sobre otros responsables, la comunidad, que es el juez, no es ciega; al revés, si aparecen nuevas pruebas, la gente va a volver a analizar. Porque nuestra justicia busca es la armonía de la comunidad y con la Madre Tierra, no la venganza ”.

Todavía más: indican otra fuente de traición y crímenes, dadas ciertas deserciones de guerrilleros que se pasan al ejército oficial, y el hecho de “ no asumir [las FARC] la responsabilidad de una estrategia de reclutamiento equivocada, de muchachos sin formación política, recogiendo gente que puede que sirva para la guerra pero que definitivamente no sirve para la revolución ”.

Aunque existen brillantes y profundos textos esclarecedores del quehacer para un futuro de paz y justicia, también son muchos los rotundos y gravísimos cuestionamientos, con una tergiversada, generalizada y falsable base probatoria, arrojados por voceros indígenas en diversidad de escritos. En uno reciente se lee con preocupación una clara alusión a los diálogos de paz: “ la paz que promueven los interlocutores que ignoran a las bases y amenazan a quienes no se dejan matar en silencio, obedece al objetivo estratégico de transformar el país en un botín repartido entre quienes hoy a través del terror y de la guerra negocian una paz con dueños y sin pueblos ” [v] . ¿En realidad se cree y se puede establecer que la guerrilla busca negociar para repartirse con el Estado un botín? Cosa distinta es controvertir o refutar la mesa de conversaciones por la muy escasa participación social, como lo ha querido el gobierno Santos al constreñirla.

Mientras, las FARC en su carta del Bloque Occidental Comandante Alfonso Cano [vi] (del 12 de mayo), señalan que sus políticas “ guardan coherencia con los principios revolucionarios ” y con las conclusiones emanadas de conferencias y plenos del Estado Mayor Central, así como con las disposiciones y orientaciones del Secretariado Nacional. O sea, asumen sin cortapisas una responsabilidad de mando. Rechazan de manera enfática “ la calumniosa, pérfida y provocadora sindicación ” de estar desarrollado un “ plan sistemático de exterminio físico y cultural del movimiento indígena colombiano ”. Explican que algunos indígenas han traicionado al movimiento popular, “ adquiriendo compromisos con organismos de seguridad y, en ocasiones, con el paramilitarismo ”; reclutando “ informantes del ejército en los territorios indígenas ”.

Este mensaje, igual que la misiva del Comandante Timoleón Jiménez (del 13 de mayo) [vii] , recalca el hecho de persecuciones o “ conductas abiertamente hostiles ”, no sólo patentes en el hecho de servir a las fuerzas armadas estatales o paraestatales, sino de realizar juicios arbitrarios, sin derecho a la defensa, por parte de los tribunales indígenas contra guerrilleros también miembros de estos pueblos nativos. “ Como Comandante del Estado Mayor Central de las FARC-EP les aseguro que ninguno de los indígenas capturados, juzgados y condenados por ustedes en un día, tiene la menor responsabilidad en los hechos que les imputaron, pese a lo cual varios de ellos fueron sentenciados a 40 años de cárcel. Tales absurdos, cometidos por ustedes mismos contra su propia gente, antes que generar unidad y respeto hacia las autoridades de la comunidad, apuntan a dividir ésta y a sembrar futuros y graves enfrentamientos que con sabias y prudentes decisiones hubieran podido evitarse ”.

Como si lo anterior no fuera ya bastante, otras organizaciones populares, indígenas y campesinas de la región del suroccidente colombiano, han expresado un categórico rechazo a las acusaciones de la ACIN, el CRIC y la ONIC, que no se han limitado a la guerrilla de las FARC, sino a señalar ladinamente a un cierto entorno social, criminalizándolo. Esos otros colectivos denuncian hechos muy graves cometidos por autoridades indígenas y aseveran: “ en diferentes escenarios hemos identificado claros abusos de poder y la violación de derechos fundamentales que se viene presentando en Ejercicio de la llamada Jurisdicción Especial indígena por parte de los administradores de Justicia indígenas y las violaciones al Derecho Internacional de los Derechos Humanos de los cuales es responsable el Estado colombiano al permitir este tipo de vejámenes… hemos señalado el carácter sistemático de represión ideológica y de persecución política que se ha presentado en ejercicio de la “justicia indígena” y pretende justificar bajo la bandera del respeto a los usos y costumbres ” [viii] .

Igual de valiosos que los otros mensajes, éstos también lo son de modo valiente y directo, pero remiten linealmente a que sea el Estado infractor y su intervención, comprobadamente descompuesta, la que disponga la resolución del problema. Proponen “ un debate sobre los límites que debe tener la aplicación de la Jurisdicción especial indígena ”, y caen incautamente en reclamar la “ necesaria actuación estatal en ejercicio de la inspección, vigilancia y control en pro de la protección del acceso a la justicia para los comuneros indígenas, máxime si la justicia es un pilar de todo estado social y democrático de derecho ”. Si bien algunas exigencias al Estado colombiano son sensatas y de rutina, no debe olvidarse a qué directrices de selección responden las estrategias de sus órganos.

Como se ve, es preciso realizar una crítica a miradas disímiles que, con su carga de razón cada una, se restringen a su foco y parcela de verdad y justicia, estancando y empobreciendo una dialéctica. Esta diversidad, en el marco de procesos de unidad y lucha popular para la emancipación, podría ser productora de fuerzas creativas y de rebeldía contra el enemigo común.

3) Autonomía y Derecho (en el conflicto)

Aunque existen diferencias en la naturaleza y alcances del Derecho alegado, en el cuadro del problema acá mencionado están en escena tres juridicidades . La del Estado colombiano, la indígena y la guerrillera .

De la primera está clara su tradición y demostración transgresora: la traición del poder instituido a enunciados liberales y sociales de democracia y justicia, razón compleja e histórica por la cual se desencadenó el conflicto armado. O sea: el Establecimiento en su arrolladora dinámica de entreguismo, esquizofrenia y dominio. Creando con impecable letra y formalidad un Derecho que enseguida viola, materializando la exclusión de las mayorías y empleando instituciones que aseguran la opresión social, política, cultural y económica, así como la subordinación a esferas de poder mundial.

De la segunda se sabe en general su trascendencia y su índole. Existe la justicia propia de los pueblos indígenas, no sólo porque esté validada o permitida con límites por el orden del Estado y sus instituciones (artículos 246 y 330 de la Constitución), sino porque corresponde a una tradición de siglos en la raíz misma de la identidad ancestral de las poblaciones originarias, a sus cosmovisiones y resistencias, a su insoslayable derecho a la autonomía. Esto está reconocido formalmente no sólo en el primigenio Derecho interno del Estado colombiano, sino en tratados internacionales suscritos. Fue un logro plasmado en la actual Constitución Política, que habiendo sido algo progresista en el momento de su expedición (1991), al proclamar “ la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana ” (artículo 7), hoy ha quedado pálida, burlada y atrasada, frente a nuevas Constituciones en vigorosas realidades de cambio social, como se verifica en países del área andina como Venezuela, Ecuador o Bolivia, con ordenamientos jurídicos mucho más avanzados.

En su carta a las FARC del 16 de mayo, la ONIC, el CRIC y la ACIN, expresan: “ nuestro sistema de justicia está trabajando según nuestra costumbre ”; “ En la Resolución de Jambaló en 2000 nosotros tomamos la decisión de excluir de la comunidad a las personas que se sumaran a cualquier actor armado… de modo que se quedaban sin derechos políticos y pasaban a ser juzgados por su organización política o por sus enemigos cuando fueran cogidos; pero también dijimos que si las comunidades eran agredidas íbamos a mantener nuestro derecho de aplicar la jurisdicción, y más si se trataba de milicianos nasa, que quieren vivir en la comunidad escudándose en la gente pero no quieren cumplir nuestras leyes, y que para nuestro profundo dolor actúan más contra nuestra organización y su propio pueblo que contra el poder oficial y sus ejércitos público y privado ”. Y recuerdan cómo se retomó en julio de 2011 la decisión “ de aplicar justicia con los guerrilleros”.

Esta justicia indígena se articula muchas veces en un nivel funcional con instituciones del Estado colombiano, altamente degradadas y represivas, generadoras de sufrimiento colectivo. En la situación concreta del juicio del 29 de abril a los guerrilleros en cuestión, se relata por un dirigente indígena: “ en la Asamblea que se organizó el día 29 de abril en el municipio de Toribio, de los seis detenidos que se tenían, dos de ellos fueron juzgados por ser responsables intelectuales y materiales del asesinato, y fueron sindicados a pagar 40 años de Patio Prestado… Los condenados se van en calidad de “guardados” a un centro penitenciario. El Instituto Nacional Penitenciario Colombiano (INPEC) debe cuidarlos en una de sus cárceles, la cual debe estar acondicionada con un patio especial para albergar los juzgados por la Justicia indígena… la Justicia indígena no le ha entregado los condenados a la Fiscalía o a la Justicia Ordinaria. Existe un convenio con el INPEC porque los indígenas no contamos con infraestructura carcelaria. Es decir, en los centros penitenciarios más grandes se presta las instalaciones y la logística asociada al alojamiento y la comida de los sindicados. En segundo lugar, los juzgados tendrán un seguimiento y acompañamiento realizado por las autoridades indígenas y los Cabildos. Finalmente, siendo la Asamblea la máxima autoridad indígena, solo ella tendrá potestad de decidir sobre rebaja de las penas, ni la Fiscalía ni el INPEC podrán intervenir en la decisión (…) En esta última condena de 40 años, es difícil que se reduzcan más de 10 años ” [ix] .

Recordemos lo que otras organizaciones populares, indígenas y campesinas han manifestado: “ dos de los detenidos fueron condenados a cuarenta años de cárcel y entregados al INPEC, por un asesinato del cual no se presentaron pruebas ni testigos, en un juicio ilegítimo por político y amañado, vergonzoso, que cuestiona en toda su dimensión el valor y el carácter de la llamada “justicia propia” que vienen aplicando los cabildos indígenas del norte del Cauca y pone en tela de juicio su legitimidad y autoridad ” [x] .

De la tercera juridicidad, la insurgente, se conoce: conocen de ella quienes asumen un punto de vista más objetivo, una epistemología crítica y una sociología más integradora, con las cuales puede erguirse una posición ética, superior por la otredad que incorpora, para romper ese autoritario e inferior precepto estatal mandado por una “ democracia genocida ” (expresión acuñada acertadamente por el sacerdote Javier Giraldo). Precepto sinuoso según el cual en el conflicto sólo existe producción de Derecho por una parte contendiente, el Estado, así esté inmerso en la degradación, y no por la otra, la insurgencia, cuya razón de ser como oposición armada es disputar desde otra perspectiva los factores de poder, entre los cuales está precisamente el conjunto normativo o de regulación en los entramados sociales y culturales.

Evidentemente irregular y coercitiva en gran medida de modo directo, desarticulada y errada muchas veces, precaria en su antagonismo, condenada a la desventaja tanto como a la desaprobación ideológica por muchos de quienes están interesados además en su satanización mediática, dicha juridicidad guerrillera sí existe y ha sido estudiada y caracterizada en diferentes épocas por relevantes humanistas y científicos sociales [xi] , que describen el desequilibrio y el choque de valores existente. Tiene otros cánones entre las circunstancias del conflicto, por métodos o medios abiertamente censurables, así como por desiguales alcances simbólicos y materiales. Como ésta sea, la insurgencia la posee y la aplica, intentando sustentar y derivar unas reglas del hecho y el (milenario y ancestral) derecho de y a la rebelión , universalmente reconocido, rebelión por la humanización de la que todas y todos somos herederos, como individuos y sociedades; códigos que, compartamos o no su legitimidad, tienen validez y peso tanto en la complicación y delineamiento de fenómenos sociales, como cuando la guerrilla administra o interviene en litigios y conflictos locales, persigue corruptos o cobra impuestos igual que lo hace el Estado, del mismo modo que pueden ser sus definiciones fuentes re-generadoras, bases de acuerdos o de potencial resolutivo en la normativización y acaso suspensión de determinadas prácticas.

Sobre esto último es menester detenerse un momento. Véase por ejemplo la decisión de las FARC (26 de febrero de 2012) de renunciar a privaciones de libertad o retenciones de personas con fines financieros, derogando su ley 002 del año 2000 o las referencias explícitas o implícitas a esa juridicidad que hace en sus pronunciamientos la Delegación de las FARC en La Habana.

Igualmente léase el muy importante mensaje del Primer Comandante del Ejército de Liberación Nacional, ELN, Nicolás Rodríguez Bautista, dirigido al Foro Ecuménico por la Paz que sesionó en Bogotá los pasados días 18 y 19 de mayo. Reseñemos de este texto del Comandante del ELN lo siguiente: “ Nos hemos planteado desde que nacimos un estudio serio en nuestras filas para comprender e interpretar el DIH. En este marco cuando cometemos errores buscamos esclarecerlos y rectificarlos. Varios de ellos los hemos reconocido públicamente y pedido perdón o las disculpas correspondientes. A nuestro interior nos guiamos por códigos sancionatorios, por reglamentos de funcionamiento y por estatutos que definen los marcos de acción. Tenemos además las normas de comportamiento con la población que son incluso de conocimiento público ” [xii] . Esta juridicidad rebelde es la que invoca la guerrilla en casos que van desde el ajusticiamiento por actos de traidores [xiii] , hasta la privación de libertad de civiles de empresas implicadas en operaciones de saqueo y despojo de recursos nacionales[xiv] .

De la misma manera el Comandante Timoleón Jiménez de las FARC señala en su carta del 13 de mayo a los colectivos indígenas, respecto a la concreta situación citada que: “ Si ustedes tienen quejas o denuncias contra guerrilleros o milicianos que de algún modo han cometido abusos o conductas delictuosas contra los indígenas o su comunidad, estamos en disposición plena de recibirlas y tramitarlas, aplicando los correctivos que contemplan nuestros estatutos y reglamentos disciplinarios. Poseemos una normatividad y unos principios muy rigurosos, que todo combatiente nuestro conoce porque se le enseñan y exigen ”.

Efectivamente, aparte de lo inherente al proyecto de lucha rebelde y su vocación en el marco de las contrapartidas y contradicciones políticas e históricas, que explican mayores o menores desarrollos de legislación de cada uno de los bloques adversarios, como muchos procesos lo enseñan, frente al conflicto armado como tal ninguna prohibición existe en el derecho internacional que le impida generar y realizar su propia normatividad a los grupos alzados en armas. Por el contrario (véanse por ejemplo los artículos 5º y 6º del Protocolo II de 1977 adicional a los Convenios de Ginebra de 1949): se les impele a tener en cuenta límites de respeto a los derechos humanos, así como a ejercer un poder disciplinario. Amnistía Internacional, entre otros organismos, ha reconocido para la insurgencia facultades de investigación y sanción “ de los presuntos abusos cometidos por los combatientes guerrilleros con el fin de determinar responsabilidades ” y ha pedido que ejerza la guerrilla su control, separando de “ todo cargo de autoridad y de cualquier servicio que les ponga en contacto con prisioneros u otras personas a quienes pudieran infligir abusos ”, a “ personas sospechosas de haber cometido u ordenado abusos, como homicidios deliberados y arbitrarios ” [xv] .

No sólo existen, pues, reglas escritas claras, directas o derivadas, sino una larga y densa tradición jurídica en consonancia con el acumulado del derecho consuetudinario, así como piezas jurisprudenciales y autorizadas voces en la doctrina internacional y nacional que reafirman el hecho inocultable de la exhortada capacidad de (auto)regulación o disciplina como dimensión vinculante y consciente, propia de la insurgencia como parte contendiente, tal cual emana de los requisitos que cumple y que el Estado ha refrendado transversalmente al reconocer no sólo que la guerrilla es un interlocutor político, sino un sujeto jurídico del que cabe colegir las responsabilidades y atributos señalados en el derecho de los conflictos armados, una organización beligerante, de la que se predica de iure las consecuencias del estatuto de combatiente para sus integrantes y los elementos de los ámbitos de aplicación material y personal del Protocolo II (artículos 1º y 2º). Ya no hay duda alguna, no sólo al estar avanzando un proceso de diálogos, sino al corroborar la existencia de un conflicto armado interno que debe humanizarse, mientras se trabaja en diálogos con el Estado para su culminación consensuada, justa y definitiva.

4) Posibilidades de diálogos y acuerdos

Sea de Julio César o de Maquiavelo, o de un tercero distinto a estos dos, la sentencia “ divide y vencerás ” reina con brutal eficacia y puede aplicarse o deducirse de esta situación vergonzosa que vive la izquierda colombiana. No obstante la desconcertante y triste historia a cuestas en el proceso colombiano, para nadie es un secreto que generosos y encomiables esfuerzos de unidad se han venido realizando por y para ser sujetos de liberación desde nuevas fuerzas e identidades, enfrentando al sistema de dominio y opresión.

Tanto es así, que algo que parecía improbable se ha podido ver en el horizonte: la recuperación de niveles de coordinación de las organizaciones insurgentes ELN y FARC. Esta madurez que la propia coherencia revolucionaria exhorta, no sólo en la confrontación sino incluso a futuro para su resolución negociada en procesos de paz, es despreciada y amenazada por actitudes sectarias de otros, por mezquinas inercias que devienen de diferentes factores e interferencias, fomentadas por dependencias y circuitos paternalistas. Trabas que con honestidad y voluntad podrían superarse, para contribuir en la órbita social a conjugar instrumentos, como hoy día lo hace la Ruta Social Común por la Paz. Pese a esa dura divergencia, nutrida algunas veces por Ongs o aspiraciones electoralistas, puede todavía soñarse en recomponer puentes.

Si nos atenemos a los comunicados de las partes más encaradas, de un lado ACIN, CRIC y ONIC, y del otro lado las FARC, según las cartas citadas, existen palabras de mutuo respeto y reconocimiento, con las cuales puede tejerse la posibilidad de acuerdos, de los cuales hablan explícitamente, incluso avanzado ya algunos puntos y mecanismos a tratar.

Una consciencia básica de alteridad , una ética a construir a partir del proceso de lucha común, tiene que ver sin dilación con la cultura diversa que se representa en muchas herramientas de resistencia, una de las cuales es el Derecho que (in)surge como afirmación de (auto)regulación, sea en relación con los avatares de la confrontación armada o más allá de ella. De ahí que no cabe inocencia alguna en cuanto a su guía y proyección.

Como no cabe hacer una propuesta de diálogo y seguir atacándose arteramente. No cabe que la guerrilla siga viendo y tratando como “ avanzadas contrainsurgentes ” a contradictores políticos encarnados en algunos movimientos populares, que están reclamando positivamente sus derechos elementales violentados por infracciones de la insurgencia, ni que por consejo externo, inducción, manipulación, ignorancia o suposición, algunos representantes indígenas deslicen maquinal o solapadamente contra las FARC acusaciones de “ exterminio ” [xvi] , que pueden terminar configurando con ese elemento conceptual una absurda e indigna acusación de crimen de lesa humanidad o, un poco más allá, de genocidio. Si esa es equivocadamente la pretensión de algunos indígenas, si ese paso es el que se quiere dar y no el de la confluencia respetuosa, si ya se han discernido todas sus consecuencias, para todos, debe decirse entonces de frente y demostrarse. Además de ser una distorsión de lo que ha pasado (es la convicción íntima de quien esto escribe), es una reconvención injusta desde la ética y el Derecho y sería asimismo una implosión política en el campo de la probable unidad popular en ciernes.

Tanta razón le cabe a la ACIN, la ONIC y el CRIC, cuando dicen que acogen y exigen el compromiso de las FARC de que la presencia guerrillera y su accionar, no afecten ni pongan en riesgo de modo alguno la seguridad de la población civil, lo que es obvio del derecho humanitario, como cuando expresan también: “ no estamos condenando a la guerrilla como tal. Es decir, la guerrilla tendrá sus razones de existir, sus objetivos o planes. Tendrán razones para haber optado por una lucha armada ” (carta del 16 de mayo).

Tal demanda indígena de quedar fuera de las hostilidades bélicas es absolutamente legítima, sin objeción alguna, en tanto reivindican derechos fundamentales de inmunidad como civiles y como pueblo o colectivo de especial protección. Esta misma razón de promoción de sus libertades y necesidades es la que debe regir para aplicar su propia justicia indígena frente a casos de corrupción o de colaboración, en el grado que sea, de algunos comuneros indígenas con las fuerzas estatales o paramilitares, dos de las razones o fenómenos a combatir, que ha esgrimido la insurgencia para atacar a determinadas personas, por responsabilidad en esas prácticas.

Desde esa mirada a la realidad, se pregunta: ¿no puede acaso la guerrilla emplazar a que sean las comunidades las que juzguen correctamente y sin ningún atisbo de impunidad esos casos inadmisibles? ¿No puede renunciar o declinar bajo esa condición la insurgencia a aplicar su juridicidad, dejando que sean los indígenas quienes sancionen severamente esos actos de traición, conforme a sólidas pruebas aportadas por todos, incluida la guerrilla? ¿Pueden los dirigentes indígenas reversar y revisar a la luz de nuevas pruebas sentencias injustas ya emitidas?

De otro lado, ¿por qué desconocer algunos indígenas el compromiso y deber de la guerrilla de sancionar conforme a sus reglamentos y rigor, tanto crímenes contra el pueblo cometidos por terceros como los abusos de poder o faltas cometidas por sus integrantes en armas, sean indígenas o no, en tanto hechos realizados como combatientes? En tal sentido, por lo leído, las FARC asumen clara y razonablemente esa obligación natural, que no es contraria a principios del derecho de los conflictos armados ni a la lógica más elemental de auto-contención y disciplina de un ejército y sujeto jurídico-político, como son, en las condiciones de irregularidad o asimetría, las organizaciones insurgentes ELN y FARC.

Como se ve, las dimensiones y los desafíos del problema, conciernen en alguna medida al hecho sociológico irrebatible de que existen unas juridicidades en colisión , comenzando por la del Estado frente a las resistencias. De ahí que un principio de solución no es ni someterse al orden jurídico estatal ni pugnar entre sí los movimientos alternativos.

No hay que perder de vista que el Estado puede acoplar su justicia parcial y temporalmente a intereses que le rebaten legitimidad, pero corresponde y responde como aparato a una definición estructural que es la defensa de las relaciones y compulsiones capitalistas. Como diría el compañero Eduardo Umaña Mendoza: puede permitirse abrir el abanico del Derecho estatal, pero no romperlo [xvii] .

En términos de las juridicidades no excluyentes pero sí diferenciadas, que han emergido de la tradición de las resistencias en sus troncos diversos, la justicia indígena es específica, tiene raíz y vocación de permanencia más allá del conflicto armado, mientras la insurgente se supone se encamina, como la rebelión misma y su cualidad histórica, a disolverse y transformarse en el poder popular que logre construir y en la negociación y resolución de un nuevo marco institucional que pueda pactar, como debería ser si el proceso de paz marcha, con las debidas garantías de equilibrio tras una Asamblea constituyente en la que sus fuerzas participen horizontalmente como forjadoras y fundadoras de esas nuevas reglas de Derecho.

Es en ese crisol donde las juridicidades si bien no se pueden del todo armonizar, pueden emprender un diálogo que obligue a los sectores más reacios, al Estado y los grupos de poder que lo manejan, a tener que reconocerlas o disentirlas como parte de la amplia cultura popular y de sus propuestas de lucha, de tal manera que cumplan esas juridicidades o Derechos insumisos un papel en la resignificación de la justicia y en la implementación de modelos de transición, incluso específicamente de justicia transicional , no bajo las definiciones dominantes, sino desde los planes de vida y mandatos de empoderamiento alternativos o populares. ¿Por qué tienen qué pensarse sólo los principios de verdad, justicia, reparación y no repetición desde las imposiciones convencionales de un Estado corrupto o venidas de fuera, diseñadas por instancias foráneas y parcializadas?

Se sabe que esta lectura no es ortodoxa ni reverente frente a los esquemas oficiales, sostenidos por quienes propenden por la defensa de un Estado y sus fórmulas jurídicas esquizofrénicas. Se dirá que este curso apologético e hipótesis erosiona el Estado de Derecho colombiano. Así es. ¿Vale la pena no erosionar lo que está podrido y mata? Por supuesto que el Estado y su sistema jurídico, el mismo que manda a la cárcel a disidentes y que allí hace que mueran por inasistencia muchos presos políticos (como ha pasado terriblemente en los últimos meses), tiene esa maquinaria las mayores posibilidades de infligir exitosamente una y otra vez castigo a sus detractores, indígenas o no, rebeldes o no, y de proclamar su monopolio en la producción de normas.

Esa central condición del Estado como autoridad titular sólo la debe y puede tener cuando recobre dignidad, basado en la dignidad de un país sin hambre y sin perseguidos políticos, o sea cuando se reincorpore a la sociedad, cuando se resocialice frente a necesidades y derechos colectivos, mediante un amplio acuerdo o tratado de paz, que refrende la solución política lograda con la insurgencia; cuando se recupere un sentido de bien común y público, de independencia y soberanía, de democracia real y participativa. Se estará hablando no de este Estado infecto sino de uno que emprenda transferencias de poder a las mayorías.

Por último, retomando lo consignado en la carta del 16 de mayo de algunas organizaciones indígenas, dirigida a las FARC, quien esto escribe constata el coraje de quienes proponen hablar ya mismo con la insurgencia. La Habana es ya un escenario más seguro y vivo. Están dados el espacio y el momento. Basta romper absurdos cerrojos e ir a conversar, buscar el consenso, retando la absurda prohibición o criminalización con la que amenaza el gobierno colombiano. Si un periodista, un académico o un diplomático pueden ir a hablar y a especular en temas con la Delegación de las FARC, ¿por qué no pueden hacerlo quienes procuran defender los derechos de su gente? El diálogo es urgente y salvará vidas. No sólo con las FARC. También es preciso seguir abogando por conversaciones de paz con el ELN, abiertas a la sociedad en general. Es un derecho al que se niegan únicamente el Estado y las elites que lo usan, mientras el ELN y las FARC lo han sustentado y exigido sólidamente innumerables veces.

Dice esa carta de colectivos indígenas del pasado 16 de mayo: “ proponemos que el diálogo se haga con algunos facilitadores internacionales y unos garantes nacionales, para que la palabra de paz tenga testigos. La presencia de organizaciones populares de otros países sería muy importante para que ese diálogo avance ”. No cabe duda que ayuda la facilitación nacional e internacional, siempre y cuando no sea de agencias como la USAID u otras semejantes al servicio de espurios intereses de centros de poder, o que se de condicionada o torcida previamente, como parece ser la postura de espacios que se han precipitado a tomar posición irreflexivamente o sin ponderar todos los efectos de este debate, como lo hicieron algunas organizaciones con sede en Europa, que, poniendo contra la pared delicados esfuerzos de unidad, confunden la incidencia con la injerencia, repitiendo la idea de que los evidentes hechos reprobables de las FARC “ pareciera ser un plan para afectar desde lo más profundo el proceso de autonomía indígena ” [xviii] . Ojalá rectificaran en el camino, tratándose de entidades progresistas y comprometidas.

En el momento en que a Piedad Córdoba se le castiga de nuevo por su papel al frente de Colombianas y Colombianos por la Paz, por una descompuesta juridicidad estatal que la conmina a una especie de muerte política, quizá sea esa iniciativa la más idónea por su experiencia y moralmente autorizada para cumplir el cometido de aproximar y ser garante de acuerdos, máxime cuando lo ha hecho en otras regiones, entre comunidades e insurgencia, para buscar la aplicación del derecho humanitario [xix] , como se viene sosteniendo, inclusive bajo el silencio y la discreción total, como lo exige la realidad de estar frente a un Estado que persigue ferozmente a artesanos de la paz con justicia desde una visión de las resistencias.

Una forma de persecución que cercena la conciencia es la adulación, la caricia al opresor. Cuando Santos tomó posesión como Presidente fue protegido en ritual indígena como años atrás lo fue José María Aznar, promotor de guerras atroces y fines criminales. Hemos hablado otras veces del Síndrome de Vichy [xx] . La situación se repite, no sólo cuando no se rechazan lisonjas como las que lanza para fraccionar a los indígenas en el Cauca el General Segura Manonegra, de la III División del ejército colombiano, sino cuando de nuevo se celebra un “homenaje de las etnias ” a un general de ese ejército, en territorios donde todavía deambulan estructuras paramilitares, y del otro lado recuerdos de cientos de asesinados y desaparecidos, como Kimi Pernia Domicó, dirigente indígena del pueblo Embera Katio. Dicho general, “ bautizado como un indígena más “, expresa: ” Lo decía el sabio de la antigüedad Sun Tzu: un general no puede perder el verdadero horizonte de la guerra. El horizonte de la guerra no está solo en el empleo único de la fuerza sino en todas las actividades de acción integral que lleven a ganar la guerra. Estamos manejando ahora conceptos de conflicto diferencial, y es que lo que aplicamos en el Cauca, en Norte de Santander, en parte puede ser aplicado aquí pero no en su totalidad. Aquí nos hemos dado cuenta, como estrategas de la guerra, que las comunidades indígenas ocupan un lugar de preponderancia en las actividades de las Farc y en los territorios que ellos están controlando ” [xxi] .

Puede ser que haya derrota-s. Pero no tienen por qué suponer perder ni la memoria, ni la dignidad. Nos queda el testimonio de un puño cerrado, más allá de la muerte:

El viaje era al más allá y no al Museo

pero en la vitrina del Museo

la momia aún aprieta en su mano seca

su saquito de granos ” [xxii] .

(*) Carlos Alberto Ruiz Socha es Doctor en Derecho. Autor de “La rebelión de los límites” (Edit. Desde abajo, Bogotá, 2008). Fue asesor de la Comisión Gubernamental para la Humanización del Conflicto Armado en Colombia.