El caso Petro: ante las inmunidades del poder

Aunque es impropio dentro de la tradición Colombiana de seriedad ante el sistema interamericano, el NO del Presidente Santos no es extraño a las dinámicas históricas de tensión entre nostálgicos de las inmunidades del poder y organizaciones encargadas de garantizar los derechos. A ningún régimen le gustó que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en sus primeras décadas de trabajo, desvelara y condenara las estructuras estatales dedicadas a quitar de en medio a los opositores incómodos, desapareciendo a líderes políticos, académicos y militantes de la izquierda.


Los vicios del poder se sofistican

En general, la historia de los derechos es la historia de los límites al poder. Y para nadie es nuevo que la columna vertebral de la historia del sistema interamericano de derechos humanos está conformada por múltiples casos que han tenido como trasfondo la necesidad de oprimir la libertad política de quienes han profesado convicciones contrarias a las del poder constituido o usurpado, y se han enfrentado a él a costo incluso de su vida y su integridad personal.

Lógicamente, ni la historia se detiene ni las tensiones entre prácticas ilegítimas de poder y la protección de los derechos podrían congelarse en el tiempo. Los Estados americanos, hace tiempo, entraron en cintura y reconocieron formalmente los principios básicos fundantes de los nuevos órdenes constitucionales. Y más adelante, después de importantes triunfos sociales que allanaron el camino, algunos emprendieron reformas constitucionales garantistas, como Colombia primero, y Venezuela, Ecuador o Bolivia después.

Sin embargo, también a esas edificaciones de derechos e instituciones progresistas, les abrieron grietas antidemocráticas que han permitido sofisticadas formas de sometimiento del opositor incómodo que antes era desaparecido físicamente. Ahora, -aunque no ha sido erradicada y se reserva para líderes comunitarios poco visibles- esa grave práctica es eclipsada por otra más refinada y cada vez más extendida: para quitarse de en medio a dirigentes demasiado empoderados, basta con procesarlos y, si se puede, darles muerte política.

Es un ejemplo de que el progreso también modifica las relaciones entre el poder y los derechos. Un ejemplo que se ha naturalizado como “riesgo propio” de la función pública colombiana, especialmente –aunque no sólo- si es ejercida por personajes icónicos de la izquierda, y que sirve para explicar que los mecanismos de protección no puedan petrificarse y quedarse atados a realidades caducas, ciegos a la actualización de los excesos, y sordos a la solicitud de protección de otros derechos que por prácticas novedosas resultan en grave riesgo.

En lenguaje sencillo: ninguna estructura estatal americana, hoy día, mata a sus opositores más visibles. Pero existe el riesgo de que les propinen la muerte jurídica mediante utilizaciones arbitrarias de mecanismos de control judicial, electoral o disciplinario.

LA CIDH no se ha paralizado

Que la Comisión no se haya debilitado, que no tema a las rabietas de los Estados, y que no adopte extrema prudencia para decidir sobre temas controversiales, no se compadece con la consigna de quienes lideraron su reforma. En ese proceso, ellos parecían repetir como un mantra: que cada uno interprete y aplique su ordenamiento restringiendo derechos, nunca debió dejar de ser un asunto interno vedado a la intervención de cualquier agente no nacional.

El sistema interamericano sigue fortaleciéndose con las herramientas que le han quedado y no renuncia a responder ante riesgos graves, urgentes e irreparables aunque moleste a quienes los han propiciado, como ha sucedido siempre.

Hasta hace poco, parecía que sin abandonar los temas tradicionales relacionados sobre todo con violaciones masivas de derechos en contextos de conflicto, el giro sustancial de la CIDH se orientaría a la protección de los derechos de las comunidades indígenas y negras afectadas por los modelos de desarrollo extractivistas, lo que ya parecía suficientemente valiente y sin duda de una urgencia incontestable. Pero como la historia de nuestro continente parece condenada a una desesperante circularidad, el acoso político volvió a llamar la atención de la CIDH, enciendo alarmas sobre los nuevos y menos nuevos mecanismos de sometimiento de la divergencia.

Entre los menos nuevos, la CIDH volvió a encontrarse con que la censura y control de los medios de comunicación se utilizan por algunos gobiernos para enmudecer a la oposición. Así empezó a adoptar medidas cautelares para proteger la libertad de expresión de periodistas o medios de comunicación no oficialistas, abiertamente opositores o sencillamente irreverentes.

Entre los más novedosos, la CIDH ha encontrado casos desde 2005 en que los controles disciplinarios y electorales son utilizados para privar de derechos políticos a ciudadanos de corrientes políticas enfrentadas con la oficial. El primer beneficiario de medidas cautelares en circunstancias como esa fue el excanciller mexicano Jorge Castañeda Gutman con el objeto de proteger sus derechos políticos, en riesgo por la decisión de la autoridad electoral de no permitir la inscripción de su candidatura a las elecciones de presidente. Después la CIDH concedió medidas cautelares en favor de Leopoldo López para proteger sus derechos políticos, suspendidos mediante sanciones administrativas y envió el caso a la Corte IDH. Y finalmente, el pasado 18 de marzo concedió medidas a Gustavo Petro, para proteger sus derechos políticos frente a la decisión de la Procuraduría General de la Nación que lo destituye y lo inhabilita por 15 años para desempeñar cargos públicos.
Rompamos los mitos de una vez: la Comisión no reparte medidas ni está cooptada por la izquierda.

De entrada el mapa de estos beneficiarios echa por la borda el argumento de sospecha de politización con que parte de la Derecha colombiana intenta deslegitimar la decisión de la CIDH. Jorge Castañeda Gutman al momento de recibir las medidas no era en absoluto un representante de la izquierda mexicana. Si bien militó en el partido comunista en los años 70 y 80 del siglo pasado, a partir del año 2000 asesoró a Vicente Fox y se unió a su gobierno como canciller, para seguir por la senda de la derecha. Leopoldo López, por su parte, es el líder más visible y querido por la derecha venezolana más radical. Finalmente, Gustavo Petro es el político de la izquierda colombiana con más proyección electoral por lo que su destitución fue un golpe serio y bien calculado a la vocación de poder de este sector político.

Está claro que la CIDH está lejos de ser un órgano cooptado por la izquierda o que pretenda un cambio socialista en Latinoamérica. Quienes lo insinúan para restar legitimidad a las medidas, ignoran que todos los comisionados son propuestos por los propios estados, que todos tienen perfiles técnicos, y que políticamente ninguno es identificado por gestas políticas de izquierda, pero sobre todo, quieren ocultar que el derecho internacional jamás ha sido una instancia que promueva revoluciones.
El derecho internacional, y con él sus organismos, es un sistema pausado, lento, que en su lenguaje filtra las reivindicaciones ciudadanas y las separa en dos grupos: las que son políticamente fáciles de asimilar como auténticos derechos, y las que son evidentemente contra hegemónicas, descalificadas como resistencias aberrantes que deben ser reprimidas.

No será desde estos órganos que se geste revolución alguna, y ningún sistema regional de derechos humanos va a violar ese código. Se pueden quedar tranquilos los que temen a esas instancias porque las ven peligrosas para la institucionalidad o la seguridad jurídica, que es como le llaman al statu quo.

También pueden estar tranquilos los que promueven la preocupación acerca de una avalancha de decisiones de este tipo que arrasará el Estado de Derecho, al menos como ellos lo gerencian. Basta revisar las estadísticas de la propia CIDH, que revelan que no se trata de una instancia que conceda todo y siempre lo que piden los ciudadanos. Es un órgano medido, que prioriza sus intervenciones de control y tutela según la gravedad de los hechos. Y como se verá, el rasero de esa gravedad es exigente, pues decenas de peticiones y medidas son rechazadas cada año.

En efecto, según las últimas estadísticas publicadas por la CIDH en 2012 se recibieron 448 solicitudes de medidas cautelares, de las cuales 68 correspondían a Colombia. Del total de solicitudes se concedieron solamente 35, de las que 5 se referían a Colombia. No es, pues, una feria de medidas. Las poquísimas que se otorgan responden a casos en que la posibilidad de que se violen los derechos en cuestión es grave, urgente e irremediable.

Así, al contrario de lo que sostiene un grupo nutrido de comentaristas políticos, no hay ninguna razón para suponer que las medidas que protegían los derechos políticos de Gustavo Petro son una excepción a esta regla. De hecho, los detractores políticos del ahora ex—alcalde no han podido explicar por qué consideran que fueron concedidas mediante excesos, o por qué es que la CIDH decidió con ligereza o respondiendo a mezquinos intereses políticos.

Sólo fórmulas de cajón se han oído en los medios esta semana. Nada de fondo capaz de romper con el rigor que ha caracterizado la concesión de estas medidas de urgencia.

Advertencias de un desobediente

Hace ya un tiempo, un académico español proponía como una de las lecciones más importantes de la historia de Martin Luther King “que el reconocimiento constitucional de un derecho no constituye una garantía definitiva de su aplicación, pues la interpretación que de su contenido hagan los órganos del Estado puede llegar a desvirtuarlo completamente, que aunque el órgano encargado de controlar la interpretación de la Constitución haga en un momento dado una interpretación amplia de un determinado derecho, su doctrina puede resultar anulada o desvirtuada por decisiones de las autoridades estatales, quienes cuentan con un gran número de recursos para poner trabas a la efectiva aplicación de las decisiones del órgano que ejerza las funciones de tribunal constitucional”.

Esta advertencia parece una anticipación de lo que ha sucedido en Colombia con el caso Petro: Primero: la Constitución de 1991 integra de forma directa y automática los tratados o convenios sobre derechos humanos, y por lo tanto la Convención Americana de Derechos Humanos con todo y su artículo 23.2. que protege los derechos políticos y limita la posibilidad de restringirlos por procesos distintos a los penales.

Después: la Corte Constitucional construye una línea jurisprudencial sólida y consistente que indica que las decisiones de los organismos regionales de derechos humanos también se integran automáticamente, y que esa es la razón por la que las medidas cautelares adoptadas por la CIDH se incorporan de manera automática al ordenamiento jurídico interno, y son obligatorias.

Y al final: el Presidente de la República desacata unas medidas cautelares que, por cierto, desestabilizan las fuerzas de poder del país por primera vez en la historia de las relaciones de nuestro país con la CIDH.

Siempre habíamos cumplido, dicen los más crédulos sorprendidos. ¡Claro! Porque el objeto de todas las medidas impuestas a Colombia hasta ahora había sido el de proteger población en riesgo para evitar el asesinato o desaparecimiento de líderes invisibles de luchas campesinas, indígenas, o políticas de menor escala, y eso en nada incidía en la balanza real del poder, estática y congelada durante años.
Con decisiones como la del desacato a las medidas de la CIDH, no nos dejan olvidar que nuestra historia es circular, que cien años de soledad es nuestro retrato y que ahí quedó claro que la única diferencia entre liberales y conservadores, es que los liberales van a misa de cinco y los conservadores van a misa de ocho.

Tal vez, cualquier presidente de cuna liberal o conservadora, en víspera electoral, habría protegido el statu quo diciendo que la CIDH se excedió, y mascullando que lo hizo por atreverse a desequilibrar la balanza.