El asombro

Por: William Ospina

En los 120 años de Borges.

Chesterton sentía que los cuentos de terror son indispensables: nos recuerdan que el terror existe, que existen el mal, la crueldad, los accidentes atroces, el sufrimiento y el crimen, pero le enseñan a la mente a protegerse del horror y a superarlo.

Otra de las virtudes de la literatura es su capacidad de contagio: sentimos que Valéry nos contagia su inteligencia; Cervantes, su bondad; Dickens, su alegría; Whitman, su entusiasmo; que Voltaire nos ayuda a entender y a indignarnos, que García Márquez nos revela la magia del lenguaje y que Borges pone en cada momento de nuestras vidas un destello de asombro.

No solo lo hace cuando escribe: Borges vivió estremecido de perplejidad. Había leído en Schopenhauer y en Berkeley que “el mundo es una actividad de la mente”, que nosotros soñamos el mundo, que no habría mundo si no estuviéramos allí para atestiguarlo. Para él no era una idea abstracta sino una posibilidad real, y cuando vio por primera vez la isla de Manhattan se volvió hacia su acompañante y le dijo travieso: “¡Qué bien me quedó!”.

Ante el cielo estrellado, no podía dejar de recordar lo que dijo Léon Bloy: “Si yo veo la Vía Láctea es porque ella realmente existe… en el alma”. Cavilando sobre el nacimiento de Cristo, pensaba que Dios, al hacerse humano, era como el emir Harún al-Rashid, de Las mil y una noches, que se disfrazaba de mercader para andar entre los hombres como otro cualquiera.

El amanecer le recordaba las leyendas que dicen que Dios no creó el mundo para siempre, sino que vuelve a crearlo cada día, y que hay una hora, muy temprano, “en que Dios no ha creado los colores”. Y le inquietaba que, según Bertrand Russell, si solo el presente existe y el pasado no es más que memoria, “el universo acaba de ser creado, provisto de una humanidad que recuerda un pasado ilusorio”.

Sabía sentir en los hechos fugaces la resonancia de las cosas eternas. Iba una vez en un tranvía por Buenos Aires y delante de él, una pareja con un chico de siete años. El niño preguntaba: “¿Cuánto falta para Palermo?”. Los padres, absortos en la conversación, no lo escuchaban. “¿Cuánto falta para Palermo?”, repetía el niño, y viendo que no le oían empezó a tejer variaciones. “¿Cuánto parta para Falermo? ¿Cuánto salta para Pandermo? ¿Cuánto masta para Tridermo?”. “Los padres no se daban cuenta”, dijo, “pero ese niño estaba inventando la poesía”. Lo había dicho en su Arte poética: “Ver en el día y en el año un símbolo / de los días del hombre y de sus años”.

Cuando Hitler fue derrotado, advirtió con extrañeza que los que parecían más felices con esa derrota eran los partidarios de Hitler. Comprendió que a menudo los fanáticos de una causa horrible son los que están más aterrorizados. Probablemente los que conciben a Dios como un verdugo sólo lo aman por miedo, porque no se atreven a rechazarlo.

Y alguien debería enseñarles que el único Dios que merece ser amado es el que es capaz de perdón y de misericordia.

Si Borges creaba en su literatura mundos asombrosos es porque los fabricaba con ese asombro suyo de cada día. El que le producía el fuego, al que siempre miramos sin poderlo entender; el tiempo, que no sabemos si fluye desde el pasado hacia el futuro o en sentido contrario; las espadas, que siendo crueles pueden ser hermosas; los espejos, fieles y hospitalarios, que en un mundo tan abarrotado de seres y de cosas los multiplican sin fin; el lenguaje, que siendo un espejo del mundo puede también deformar el mundo, que siendo un cofre que guarda la memoria es también una ventana para ver el futuro, que siendo una traducción de la realidad es también un instrumento de la fantasía, que siendo capaz de herirnos también puede curarnos.

¿Puede ser el mundo un laberinto sin centro? ¿Puede haber un instante que contenga a todos los instantes? ¿Puede haber un sitio que contenga todos los sitios? ¿Puede haber un ser humano que sea mágicamente todos los seres? ¿Puede un rostro ser en realidad una máscara? ¿Ese hombre que sueña a otro no estará siendo soñado a su vez?

Como los cabalistas enseñan, si la Biblia fue dictada por Dios, todo en ella tiene un sentido secreto. Una inteligencia infinita tiene que haber llenado de claves y de simetrías misteriosas, de indicios y de profecías, todo lo que dicta. Pero ello conduce a una reflexión más inquietante: si el mundo fue hecho por Dios, todo estará lleno de un significado más profundo: cada hormiga, cada estrella, cada hoja de hierba, cada rostro, cada acontecimiento, estarán cargados de sentidos múltiples y de anuncios proféticos.

Por eso dijo en La Biblioteca de Babel: “El universo, que otros llaman la Biblioteca”. Por eso pudo haber dicho, pensando en el azar: “El universo, que otros llaman la Lotería”. ¿No había escrito Almafuerte que esas cosas de las que tanto nos envanecemos los humanos, la riqueza, la belleza, el talento, la felicidad, la virtud, la honradez, a lo mejor no son méritos y solo significan que “nos tocó la suerte, como a cualquier tahúr afortunado”, que otra cosa seríamos de haber nacido en el lado oscuro del jardín?

Borges siente que en este mundo los sueños existen más que la realidad, que don Quijote existe más que Cervantes, que Hamlet existe más que Shakespeare. Como Pascal, mira un grano de arena y piensa que a lo mejor contiene un universo, mira el universo y se pregunta si no será apenas un grano de arena de otra realidad inabarcable.

Así va por el mundo viendo a Dios en cada cosa, viendo cómo el misterio abre sus flores, ansiando vivir, temiendo morir, intentando agradecer y preguntándose si este mundo no es demasiado. El bien y el mal abundan, pero tal vez el bien no resplandecería tanto si el mal no le diera su valor y su sentido. Quizá por eso añade: “No me atrevo / a juzgar a la lepra ni a Calígula”. Pero después concluye: “Desconocemos los designios del universo, pero sabemos que razonar con lucidez y obrar con justicia es ayudar a esos designios, que no nos serán revelados”.

Fuente: https://www.elespectador.com/opinion/el-asombro-columna-897688

Imagen: La Nación.