Divinidad Democrática

Dios y la Virgen María han sido nombrados, evocados, apelados de manera repetida por Álvaro Uribe, el ministro de guerra Juan Manuel Santos, los Generales de la República Fredy Padilla y Mario Montoya. En la rueda de prensa del pasado 2 de julio presidida por Uribe en la que se proclamó ante los medios de información su triunfo por la puesta en libertad de los 15 retenidos o secuestrados en poder de las FARC como obra de dios, por la mano del presidente Uribe y transferida a los militares, también gracias a dios.


Esa noche el Presidente, después de invocar la divinidad masculina y femenina propia de la tradición católica, llamó con énfasis especial “mi general” al general Mario Montoya, comandante del ejercito. Ese tratamiento privilegiado no lo brindó a los demás generales que participaron en la presentación de los resultados de la operación “Jaque” en la emisión radio televisada por todos los canales privados y públicos.

La divinidad utilizada para fundamentar el innegable éxito de la operación, ha roto el silencio del general Montoya, silencio guardado desde cuando se revelaron datos no santos, más bien inhumanos, en su carrera militar. Montoya ha estado comprometido en el desarrollo de la estrategia paramilitar de finales de la década de los 70 conocido como la “Triple A” que operó desde el batallón Charry Solano de Bogotá. También lideró la Fuerza de Tarea Conjunta del Sur con sede en Putumayo entre 1999 y 2001 donde se conocieron múltiples denuncias de una fosa común con 100 víctimas y de la vinculación de la Brigada 24 bajo su mando con los paramilitares de la Hormiga.

El General era comandante de la 4ta división del Ejercito que tenía competencia sobre parte del departamento de Chocó. En el caserío de Bojayá, de ese departamento, a finales del mes de abril de 2002 los paramilitares incursionaron, se presentaron confrontaciones con la guerrilla de las FARC y el 2 de mayo, por la explosión de una pipeta lanzada por la guerrilla, murieron 119 personas que se refugiaban en el templo en medio de los combates. Montoya había sido requerido 5 días antes con una solicitud perentoria de actuación para evitar daños irreparables a la población. Los llamados de Naciones Unidas, la Defensoría del pueblo y la Procuraduría no fueron escuchados por él, sólo se hizo presente cuando el desastre ya estaba consumado.

En octubre de 2002 dirigió la operación “Orión” en la que junto con paramilitares incursionaron en la Comuna 13 de Medellín, provocando la muerte de 14 personas y la desaparición de 50 más. Por esta actuación criminal existen procesos ante la Comisión Interamericana en donde las víctimas o sus familias han ido demostrando las graves violaciones a los derechos humanos perpetradas en dicha operación.

El general Montoya se vio obligado a un silencio forzoso debido a los avances en los procesos de investigación, a la desclasificación de información de la CIA, publicados en periódicos estadounidenses en el que se revela un prontuario poco respetuoso de la vida física de la integridad de hijos de Dios, negando su palabra: “he venido para tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10) en particular, la de los débiles y empobrecidos. Gracias a la astuta “iluminación divina”, hoy evocada, cuando no encarnada en Uribe Vélez, el General vuelve a hablar fuertemente.

El sábado 5 de julio, según la televisión, Montoya fue aplaudido en la catedral de Bogotá por algunos de los obispos y sacerdotes católicos que celebraban los 100 años de la Conferencia Episcopal Colombiana. “Sin la ayuda de Dios esto no hubiera sido posible”, dijo Montoya, en el ambón desde el que predicaba un cardenal. Al día siguiente, también de la mano de su dios, hizo lo suyo en el santuario católico de Buga convirtiéndose en el predicador principal en la homilía dominical, como lo cuenta el diario El País de Cali. Desde la basílica repleta de mujeres y hombres que buscan milagros y esperan muchas veces contra toda esperanza, agradeció al milagroso haber confundido a los guerrilleros, rememorando aquella época de las cruzadas. Y anunció el próximo éxito militar, la próxima gesta: “al Mono Jojoy’ y ‘Alfonso Cano’ les estamos respirando en la nuca”. Dos horas permaneció en el lugar, recibiendo las alabanzas de la feligresía, que lo tocaba y pedía un instante para una fotografía. El ambón, lugar reservado para la proclamación de la Palabra de Dios, se convirtió en lugar de presentación y anuncio de triunfos y gestas militares.

Volviendo a la noche del 2 de julio, el presidente, invocando el amparo de su divinidad, lanzó dos fuertes mensajes. Uno en pro de la impunidad de las graves violaciones a los derechos humanos cometidas por militares y otro para intentar neutralizar la labor de denuncia y de esclarecimiento de la verdad que vienen haciendo las organizaciones no gubernamentales de derechos humanos, lo que va en contra del carácter profético que inspira el evangelio de Jesús y en contra de la verdad: “Si se mantienen en mi palabra serán mis discípulos, conocerán la verdad y la verdad los hará libres” (Jn 8, 31-32). Igualmente les solicitó a las víctimas creer en la seguridad democrática. Afirmó que las mal llamadas ejecuciones extrajudiciales constituyen falsas “imputaciones de violación de derechos humanos”, de parte de quienes “siempre tratan de desorientar de esa manera y de desacreditar nuestra política y nuestras instituciones”.

¿Acaso hay que guardar silencio ante los atropellos de la autoridad; por esa otra violencia; que se ve legitimada como la del estado? Dónde queda el anuncio evangélico: “No les tengan miedo. Pues no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse… Y no teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma” (Mt 10, 26-28)

¿El dios de Álvaro Uribe y el General Montoya es el Dios de Jesús y de los Evangelios? ¿Es acaso el Dios de la tradición profética? El dios de ellos adora el poder, se aferra a él, promueve el olvido de las violaciones a derechos humanos, el silencio y la reconciliación en la injusticia; promueve el bien para unos pocos pero excluye a los empobrecidos, a las víctimas; “tuerce el derecho de los pobres y tiran por tierra la justicia” (Am 5,7), desconoce los mínimos del derecho internacional de los derechos humanos, el derecho humanitario, los mínimos de la ética y niegan el deseo del Dios de Jesús: “¡Que fluya, sí, el juicio como agua y la justicia como arroyo perenne¡” (Am 5,24)

El Dios de Jesús llama, a los que creen, a distanciarse del poder como dominación, pues “los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos y los grandes las oprimen con su poder, que no sea así entre ustedes” (Mt 20, 25-26) e invierte los valores considerados por los gobernantes, sectores de poder y la sensibilidad mediática como garantes del bienestar social. Felices en esta lógica evangélica son los pobres, los que lloran, los que tienen hambre, los odiados, los expulsados, los injuriados, los proscritos, los perseguidos por causa de la justicia, los injuriados y calumniados. Desgraciados “los ricos por que ya recibieron su consuelo, los que ahora ríen por que tendrán aflicción y llanto, cuando todos los hombres hablen bien de ustedes pues de ese podo trataban sus padres a los falsos profetas” (Lc 6, 20-23).

El Dios de la tradición profética es presentado como justo victorioso y humilde, se transporta en un asno, en vez que en caballos de guerra, suprime las armas de combate y proclama la paz a partir de la justicia (Za 9, 9-10). ¿Estamos acaso presenciando una paz romana, la paz de los cementerios y la injusticia, en que el poder per se, define el presente y el futuro, de manera contraria al querer de Dios revelado en Jesús de Nazaret y la tradición profética?

Este es un momento de explosión colectiva, de euforia donde la justicia da paso a la injusticia, donde la muerte del justo es alabada, donde la miseria de los seres humanos es usada para mentir, en donde los cimientos y los resortes de la humanidad y el horizonte ético y evangélico parece irse perdiendo.

Hay, también, un momento de gracia para las minorías. “Pero llevamos este tesoro en recipientes de barro, para que aparezca que un fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros. Atribulados en todo, más no aplastados; perplejos más no desesperados; perseguidos, más no abandonados; derribados más no aniquilados” (2Cor 4,7-9)

Esas minorías que develan ese otro rostro oculto de la violencia, tan inhumana como el secuestro o la retención, el secuestro del alma, el desplazamiento forzado, la desaparición forzada, la tortura, sobre el cual hay silencio, justificación. Ese dolor de la historia colombiana devela los fundamentos de un país injusto, excluyente, gracias a quiénes desde la autoridad han abusado de ella, la han usado para amasar fortunas, tierras, bienes. Ese rescate de la memoria, esa liberación del olvido, es la posibilidad de la equidad y de la justicia integral, en que se expresaría la soberanía de la Vida, el reinado de Dios.

Una apuesta desde estas víctimas y con otras víctimas negadas que apuestan salidas negociadas al conflicto social y armado que padece el país. Víctimas que exigen verdad, justicia y reparación, que no renuncian a denunciar los excesos del poder, que siguen exigiendo la restitución de los territorios expropiados a afrodescendientes, indígenas y campesinos, y aspiran a la paz con justicia social, a pesar de la estigmatización y persecución.

Cabe esperar que el nuevo presidente de la Conferencia Episcopal Colombiana, que alienta, en una reciente entrevista, a la búsqueda de la paz como fruto de la justicia, y manifiesta su preocupación por lo social y los desplazados internos, hunda la inspiración de su gestión pastoral en la profundidad de la raíz judeocristiana, como fuente de discernimiento crítico hoy.