Desigualdad de género La misoginia como problema de salud pública

La desigualdad entre los hombres y las mujeres no es la misma en todas partes; puede adoptar formas muy diversas. La falta de equidad de género no es un fenómeno homogéneo, sino un conjunto de problemas distintos e interrelacionados.


I.
Hace más de un siglo, en 1870, la reina Victoria se quejaba en una carta a Sir Theodore Martin de “esa enloquecida y perversa tontería que llaman ‘derechos de la mujer'”. No cabe duda de que la imponente emperatriz de la India no necesitaba para sí la protección que hubiera podido ofrecerle el reconocimiento de esos derechos.
A los ochenta años, en 1899, podía escribir a Arthur James Balfour: “No estamos interesadas en la posibilidad de la derrota: no existe”. La manera como se desarrollan las vidas de la mayor parte de la gente, frecuentemente mermadas o destruidas por la adversidad, no es precisamente ésta. Y dentro de cada comunidad, cada nacionalidad y cada clase social, el peso más arduo casi siempre recae, de una manera desproporcionada, sobre las mujeres.

El mundo en que vivimos, agobiado por el sufrimiento, se caracteriza por una distribución profundamente desigual del peso de las adversidades entre los hombres y las mujeres. La inequidad de género existe en casi todos los rincones del planeta, del Japón a Marruecos, de Estados Unidos a Uzbekistán. Sin embargo, esta desigualdad entre los hombres y las mujeres no es la misma en todas partes; puede adoptar formas muy diversas. La falta de equidad de género no es un fenómeno homogéneo, sino un conjunto de problemas distintos e interrelacionados. Voy a concentrarme aquí sólo en algunas de sus formas.

Desigualdad en la mortalidad. En algunas regiones del mundo la desigualdad entre mujeres y hombres tiene que ver directamente con asuntos de vida o muerte, y se manifiesta de manera brutal en un índice desproporcionadamente alto de mortalidad para las mujeres, con el consecuente predominio de los varones en la población total. La preponderancia numérica de las mujeres es, por el contrario, común en las sociedades en donde los prejuicios de género casi no interfieren en la nutrición ni en el acceso a los servicios de salud. Lo desigual de la mortalidad se ha observado y documentado ampliamente en el norte de África y en Asia, incluidas China y las naciones del sur de Asia.

Desigualdad en la natalidad. Dada la preferencia que se tiene por los niños varones en las sociedades dominadas por los hombres, la inequidad de género puede manifestarse en la inclinación de los padres a tener un hijo en lugar de una hija. Hubo un tiempo en que esta inclinación no pasaba de ser un deseo —un sueño o una pesadilla, dependiendo del ángulo desde el que se mirara—. Pero con el acceso a las técnicas modernas para determinar el género de un feto, el aborto sexoselectivo se ha vuelto común en muchos países. Es una práctica generalizada en el Asia oriental, sobre todo, y en China y Corea del Sur en particular; pero también se advierte en Singapur y Taiwán, y comienza a surgir como un fenómeno estadísticamente significativo en la India y en otras partes del sur de Asia. Se trata de un sexismo de alta tecnología.

Desigualdad de oportunidades básicas. Los prejuicios antifemeninos bien pueden no manifestarse o manifestarse muy poco en las características demográficas, pero aún quedan muchas maneras de dejar a las mujeres en desventaja. Afganistán era quizás el único país en el mundo cuyo gobierno decidió impedir activamente el acceso de las niñas a la escuela (el régimen talibán combinaba ésta con otras formas masivas de desigualdad de género), pero hay muchos países en Asia y África, e incluso en Latinoamérica, donde las niñas tienen una oportunidad mucho menor de asistir a la escuela que la que tienen los niños. Otras deficiencias relacionadas con las oportunidades básicas que se ofrecen a las mujeres van desde la falta de estímulos para desarrollar talentos personales, hasta la participación no equitativa en las funciones sociales de la comunidad.

Desigualdad de oportunidades especiales. Aun donde hay relativamente poca diferencia entre los hombres y las mujeres en cuanto a oportunidades básicas —incluida la escuela—, las oportunidades para la educación superior pueden llegar a ser mucho menores para ellas que para ellos. De hecho, el prejuicio de género en la educación superior y en el acceso a una preparación profesional es también perceptible en los países más ricos del mundo, en Norteamérica y en Europa. A veces este tipo de asimetría se ha fundamentado en la idea aparentemente inocua de que los “terrenos” de las mujeres y de los hombres son simplemente distintos. Esta tesis se ha defendido de diferentes maneras a través de los siglos, y siempre ha gozado de un fuerte apoyo, tanto implícito como explícito.

Desigualdad profesional. Tanto en el acceso al empleo, como en la posibilidad de ascender a puestos mejores, las mujeres enfrentan con frecuencia obstáculos mayores que los hombres. Un país como el Japón puede ser bastante igualitario en cuestiones de demografía o de oportunidades básicas, e incluso, sustancialmente, en educación superior, y sin embargo el ascenso a puestos elevados parece ser mucho más problemático para las mujeres que para los hombres.

Desigualdad en las posesiones. En muchas sociedades, la distribución de la propiedad puede ser también muy desigual. Hasta las propiedades básicas, como las casas y la tierra, suelen estar repartidas de una manera muy asimétrica. La falta de reclamaciones sobre la propiedad puede debilitar la voz de las mujeres, pero también puede hacerles más difícil la participación y el desarrollo en actividades comerciales, económicas e incluso sociales.

Desigualdad en el hogar. Las desigualdades fundamentales son frecuentes en las relaciones de género dentro de la familia y en el hogar, y pueden adoptar muy distintas formas. Es bastante común en muchas sociedades que se dé por sentado que los hombres naturalmente trabajarán fuera de casa, mientras que las mujeres sólo podrán hacerlo si tienen la posibilidad, y sólo en tal caso, de combinar ese trabajo con las diversas obligaciones domésticas, ineludibles y desigualmente repartidas. A esto se le llama en ocasiones “división del trabajo”, al tiempo que se adopta una actitud indulgente con las mujeres que lo perciben como una “sobrecarga de trabajo”. El alcance de esta falta de equidad incluye no sólo relaciones desiguales dentro de la familia, sino desigualdades derivadas de ellas y que tienen que ver con el trabajo y el reconocimiento en el mundo exterior. Por otro lado, la establecida persistencia de este tipo de “división” del trabajo, o sobrecarga, puede tener también efectos de largo alcance en la manera de entender y valorar los distintos tipos de trabajo en los círculos profesionales. Recuerdo que en los años setenta, cuando empezaba yo a investigar sobre la desigualdad entre los géneros, me impresionó fuertemente el hecho de que el Manual de requerimientos nutricionales de la Organización Mundial de la Salud, al presentar los “requerimientos calóricos” para distintos grupos de personas, decidiera clasificar el trabajo doméstico como una “actividad sedentaria” que requiere un mínimo gasto de energía. Me fue imposible determinar exactamente cómo se obtuvo ese dato tan notable.

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II.
Es importante tomar en cuenta las implicaciones de la diversidad de formas que adopta la desigualdad de género. De su reconocimiento se desprende que resulta imposible enfrentar y superar la desigualdad entre los hombres y las mujeres con la aplicación de un solo remedio. Un mismo país puede pasar, además, a lo largo del tiempo, de una forma de desigualdad de género a otra. Las distintas formas de desigualdad de género pueden, por añadidura, imponer a los hombres y a los niños obstáculos que vienen a sumarse a las dificultades que enfrentan las niñas y las mujeres. Para entender hasta qué punto es nociva la desigualdad de género, tenemos que ver más allá de la difícil situación de las mujeres y examinar los problemas que el trato asimétrico contra ellas origina también para los varones. Los distintos tipos de inequidades tienden, por último, a alimentarse unos a otros, y debemos ser conscientes de sus conexiones.

En adelante, una parte sustancial de mi enfoque empírico estará dirigido a dos de los tipos más elementales de desigualdad de género: la desigualdad en la mortalidad y la desigualdad en la natalidad. Mi atención estará puesta de manera particular en la desigualdad de género en el sur de Asia, conocido también como el Subcontinente Indio. Al tiempo que aíslo el Subcontinente, para dedicarle una atención especial, quisiera poner en duda la idea complaciente de que Estados Unidos y Europa occidental están al margen de los prejuicios de género, sólo porque algunas de las generalizaciones empíricas que pueden aplicarse a otras regiones del mundo no se sostendrían en Occidente. Son tantas las caras que tiene la desigualdad de género que mucho depende de la cara que enfrentemos.

Pongo en consideración el hecho de que la India, lo mismo que Bangladesh, Pakistán y Sri Lanka, han tenido jefes de Estado mujeres, lo que no ha ocurrido en Estados Unidos ni el Japón (y no es muy factible que ocurra en el futuro inmediato, a mi juicio). De hecho, en el caso de Bangladesh, donde tanto el primer ministro como el líder de la oposición son mujeres, uno puede comenzar a preguntarse si habrá la posibilidad de que algún hombre ascienda pronto a una posición de liderazgo en esa región. Para ofrecer otro pequeño testimonio anecdótico contra la complacencia de Occidente en relación con este tema: proporcionalmente, yo tenía muchas más colegas mujeres en puestos académicos cuando daba clases en la Universidad de Delhi —y esto fue en los años sesenta— que las que tuve en los noventa en la Universidad de Harvard, o las que tengo ahora en Cambridge, en el Trinity College.

En la mayor parte del Subcontinente, con sólo algunas excepciones (como Sri Lanka y el estado de Kerala en la India), las tasas de mortalidad femenina son mucho más altas de lo que podría esperarse, dados los patrones de mortalidad de los hombres —en los grupos de edad respectivos—. Este tipo de desigualdad de género no necesariamente involucra una conciencia de homicidio, y sería un error tratar de explicar este vasto fenómeno trayendo a cuento los casos de infanticidio femenino que se han reportado en China o en la India: esos son episodios verdaderamente terribles, pero relativamente raros. La desventaja de las mujeres en relación con la mortalidad se da, más bien, a través de la extendida negligencia respecto de la nutrición, la salud y otras necesidades que influyen en su supervivencia.

En ocasiones se da por sentado que hay más mujeres que hombres en el mundo, ya que ese predominio numérico existe, como bien se sabe, en Europa y en Norteamérica, donde la proporción de mujeres a hombres es en promedio de 1,05 (es decir, alrededor de 105 mujeres por cada 100 hombres). Las mujeres, sin embargo, no sobrepasan numéricamente a los hombres en el mundo visto en su totalidad. De hecho, sólo hay alrededor de 98 mujeres por cada 100 hombres en el globo. Esta “insuficiencia” de mujeres es más aguda en Asia y en el Norte de África. El número de mujeres por cada 100 hombres en la población total corresponde a 97 en Egipto e Irán, 95 en Bangladesh y Turquía, 94 en China, 93 en la India y Pakistán, y 84 en Arabia Saudita (aunque este último porcentaje está considerablemente disminuido por la presencia de trabajadores migrantes varones que provienen de otras partes de Asia).

Se ha constatado ampliamente que, dado un trato similar en la atención médica y la alimentación, las mujeres tienden típicamente a tener porcentajes más bajos de mortalidad —en relación con su edad— que los hombres. De hecho, los fetos de sexo femenino suelen tener también probabilidades más bajas de sufrir un aborto que los fetos de sexo masculino. En todas partes del mundo nacen más niños que niñas (y una proporción todavía mayor de fetos de sexo masculino son concebidos, en comparación con los de sexo femenino); pero, a través de sus respectivas vidas, la proporción de los hombres va disminuyendo a medida que se pasa a grupos de edad más avanzada, ya que los índices de mortalidad de los hombres son típicamente más altos. El número superior de mujeres en relación con la población masculina en Europa y en Norteamérica es un resultado de esta más alta probabilidad de supervivencia que muestran las mujeres a distintas edades.

En muchas partes del mundo, sin embargo, las mujeres reciben menos atención y cuidados médicos que los hombres, y las niñas en particular mucho menos apoyo que los niños. Como resultado de este prejuicio de género, los índices de mortalidad de las mujeres exceden con frecuencia los de los hombres en estos países. El concepto de “mujeres faltantes” se ha elaborado con el objeto de dar una idea de la enorme dimensión del fenómeno de la mortandad entre las mujeres; se trata de enfocar a todas aquellas mujeres que sencillamente no están presentes, debido a que los índices de mortalidad de su sexo son desproporcionadamente altos en comparación con los de los hombres. El propósito fundamental es encontrar una manera sencilla, pero eficaz, de entender la diferencia cuantitativa entre el número real de mujeres en estos países y el número de mujeres que podríamos encontrar allí, si el patrón de mortalidad de género fuera similar al de otras partes del mundo, donde no se obstaculiza significativamente el acceso de las mujeres a los servicios médicos y a otras formas de atención relevantes para su supervivencia.

Podemos tomar la proporción de mujeres a hombres que existe en el África subsahariana como estándar, ya que allí los prejuicios contra las mujeres son relativamente escasos y no afectan su acceso a los servicios de salud, como tampoco influyen en su posición social ni en los índices de mortalidad, y ello a pesar de que los números absolutos sean terribles tanto para los hombres como para las mujeres. Cuando calculaba la dimensión del fenómeno de mujeres faltantes a mediados de los ochenta, utilicé como estándar la proporción de mujeres a hombres que había en el África subsahariana, es decir, de 1,022 aproximadamente. Así, por ejemplo, si se toma la proporción de mujeres a hombres en la India, que es de 0,93, hay una diferencia total del 9% (respecto de la población de varones) entre esa proporción y el estándar subsahariano que se utilizó como medida de comparación. En 1986 esto arrojaba una cifra de 37 millones de mujeres faltantes. Tomando ese mismo estándar, el número de mujeres faltantes ascendía en China a 44 millones, y era evidente que, para el mundo visto en su conjunto, la magnitud de la pérdida de mujeres fácilmente excedía los 100 millones. El número de víctimas que ha reclamado el prejuicio de género es, pues, sorprendentemente alto.

¿Cómo se puede revertir esto? Algunos modelos económicos han tendido a relacionar la negligencia que sufren las mujeres con su falta de poder económico. Ester Boserup, una de las primeras economistas del feminismo, en su libro clásico El papel de la mujer en el desarrollo económico, publicado en 1970, planteaba que la posición social de las mujeres se eleva con la independencia económica (como la que permite el empleo remunerado). Otros han intentado vincular la negligencia que afecta a las niñas con los más altos rendimientos económicos que, a la larga, proporcionan los varones a la familia, en comparación con las mujeres. Yo creo que la línea de razonamiento anterior, que pone una mayor atención en aspectos sociales y que nos lleva más allá de un testarudo cálculo de los rendimientos relativos que acarrea el criar niños en comparación con niñas, es más amplia y prometedora; pero, independientemente de qué interpretación se escoja, el empleo remunerado, especialmente en puestos más gratificantes, tiene claramente un papel en el mejoramiento de las perspectivas vitales de las mujeres y las niñas, tal como sucede con la escolaridad. Existen otros factores, además, capaces de mejorar la posición de las mujeres y de elevar su voz en las decisiones familiares.

La experiencia del estado de Kerala en la India es aleccionadora en este sentido. Kerala ofrece un fuerte contraste con muchas otras partes del país, en cuanto a que apenas exhibe o incluso carece de prejuicios relacionados directamente con la mortalidad. Las expectativas de vida de la mujer en Kerala, al nacer, están por encima de los 76 años (comparadas con los setenta para los hombres), y, más insólito aún, la proporción entre mujer y varón en la población de Kerala, de acuerdo con el censo del 2001, es de 1,06: casi la misma que la de Europa o la de Norteamérica. Kerala cuenta con una población de treinta millones, de modo que es un ejemplo que abarca a buen número de personas. Las variables causales relacionadas con el aumento de poder en las mujeres pueden verse en acción aquí, ya que Kerala ofrece un muy alto nivel de escolaridad a sus mujeres (casi universal para los grupos más jóvenes) y un acceso mucho mayor a empleos bien pagados y respetados.

Otra de las influencias en el aumento de poder de las mujeres, la disminución de la fertilidad, también se observa en Kerala, donde el índice de fertilidad ha caído muy rápido (mucho más rápido, dicho sea de paso, que en China, a pesar de las medidas coercitivas de los chinos para controlar la natalidad). El índice de fertilidad en Kerala es de 1,7 (que a grandes rasgos significa un promedio de 1,7 niños por pareja), y es uno de los más bajos de los países en desarrollo —aproximadamente el mismo que tienen Gran Bretaña y Francia—, y mucho más bajo que el de Estados Unidos. En estos datos podemos constatar la influencia general que pueden ejercer tanto la educación como el aumento de poder de las mujeres.

Debemos, sin embargo, tomar nota también de otros aspectos singulares de Kerala, incluidas las propiedades de que disfrutan las mujeres en el seno de una influyente porción de la población india (los Nairs). Entre esos aspectos estarían: la apertura al mundo exterior y su interacción con él (los cristianos conforman alrededor de una quinta parte de la población y han estado en Kerala desde el siglo iv: mucho más tiempo del que han pasado, por ejemplo, en Gran Bretaña; los judíos, por su parte, conforman también, en este estado, una comunidad muy antigua), y la política activista de izquierda, que se ha comprometido de manera particular con el problema de la igualdad, y ha tendido a enfrentar con firmeza los asuntos de falta de equidad (no sólo entre las clases y las castas, sino entre hombres y mujeres).
Estas influencias pueden actuar en la misma dirección que el impacto de la escolaridad y el empleo de las mujeres para reducir la desigualdad en la mortalidad, pero pueden también tener papeles diferentes cuando se trata de enfrentar otros problemas, en particular el problema de la desigualdad en la natalidad.

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III.
El problema del prejuicio de género en relación con la vida y la muerte ha sido muy discutido, aunque existen otros aspectos de la desigualdad de género que es urgente investigar a fondo. Voy a señalar cuatro fenómenos sustanciales que se han observado ampliamente en el sur de Asia.

Está, en principio, el problema de la deficiente nutrición de las niñas si se compara con la de los niños. En el momento de nacer, como es obvio, las niñas no presentan más carencias nutricionales que los niños, pero esta situación cambia a medida que el tratamiento desigual de la sociedad toma las riendas y trastoca la falta de discriminación de la naturaleza. Al interpretar el proceso causal que conduce a esta desventaja para las mujeres, es importante enfatizar que el nivel nutricional menor de las niñas puede no estar directamente relacionado con el hecho de haber recibido menos alimentación que los niños. Con bastante frecuencia las diferencias surgen más bien de la negligencia que sufren las niñas, en comparación con los niños, para ser atendidas médicamente. De hecho, existe información directa sobre la negligencia médica comparativa que experimentan las niñas, en relación con los niños, en el sur de Asia. Cuando, al lado de Jocelyn Kynch, estudié los datos de admisión de dos grandes hospitales públicos en Bombay, fue sobrecogedor encontrar clara evidencia de que las niñas admitidas estaban típicamente más enfermas que los niños, de donde se desprende que una niña, para ser llevada al hospital, tiene que estar más débil y más grave. La desnutrición puede ser el resultado de una mayor incidencia de enfermedades capaces de afectar negativamente tanto la absorción de nutrientes como el desempeño de las funciones vitales.

Hay, en segundo lugar, una elevada incidencia de desnutrición materna en el sur de Asia. De hecho, en esta parte del mundo la desnutrición materna es mucho más común que en casi cualquier otra región. Comparaciones del índice de masa corporal, que es esencialmente una medida de peso en relación con la altura, muestran esto con suficiente claridad, lo mismo que las estadísticas de efectos característicos, como la frecuencia con que la anemia se presenta.

Existe, en tercer lugar, el problema de la recurrencia de un peso bajo al nacer. En el sur de Asia, el número de niños que nacen clínicamente bajos de peso (de acuerdo con los estándares médicos aceptados) asciende al 21%: cifra mayor que la de cualquier otra región importante del mundo. La desventaja de tener un peso bajo durante la niñez parece comenzar con bastante frecuencia en el nacimiento, en el caso de los niños del sur de Asia. En términos de peso por edad, entre el 40 y el 60% de los niños en el sur de Asia están desnutridos, en comparación con alrededor del 20 y el 40%, aun en el África subsahariana. Los niños comienzan su andadura desprotegidos y permanecen desprotegidos. En esta región existe también, por último, una alta incidencia de enfermedades cardiovasculares. El sur de Asia generalmente se distingue, entre los demás países del Tercer Mundo, por presentar más enfermedades de este tipo.

La probabilidad de que los tres primeros problemas estén vinculados causalmente, como podemos ver, es muy alta. La negligencia en la atención a las niñas y las mujeres, y el prejuicio de género que subyace y que se refleja en la situación que viven, tienden a producir una mayor desnutrición materna, y ésta, a su vez, un riesgo más elevado y una mayor desprotección fetales, un peso reducido en los bebés, y desnutrición infantil. ¿Pero, qué tiene que ver con esto la mayor incidencia de enfermedades cardiovasculares entre los adultos del sur de Asia? Para interpretar este fenómeno podemos tomar como fuente el trabajo pionero de un equipo médico británico dirigido por David J. P. Barker. Apoyado en datos ingleses, Barker ha demostrado que el bajo peso al nacer está estrechamente relacionado con una mayor incidencia, muchas décadas más tarde, de diversas enfermedades de los adultos que incluyen hipertensión, intolerancia a la glucosa y otro tipo de riesgos cardiovasculares.

La evidencia médica que ha ofrecido Barker, al relacionar los dos fenómenos, abre la posibilidad de proponer una relación causal entre las diferentes observaciones empíricas de la dura suerte de las niñas y las mujeres en el sur de Asia, y el fenómeno de alta incidencia de enfermedades cardiovasculares en esa misma región. Hay una sólida indicación aquí de que se trata de un patrón causal que va de la negligencia nutricional que sufren las mujeres al problema de la desnutrición materna, y de ahí al retraso en el crecimiento fetal y a los bebés bajos de peso, para después pasar, mucho más tarde y en la vida adulta, a los problemas cardiovasculares (a la par con el fenómeno de la desnutrición infantil a más corto plazo). En suma, lo que comienza como una negligencia que afecta los intereses de las mujeres termina causando problemas de salud y de supervivencia para todos, incluso en una edad avanzada.

Estas conexiones biológicas ejemplifican una propuesta más general: la desigualdad de género puede afectar los intereses de los varones al tiempo que afecta los de las mujeres. De hecho, los hombres sufren mucho más de enfermedades cardiovasculares que las mujeres. Dado el papel singularmente crítico que tienen las mujeres en el proceso de reproducción, sería difícil imaginar que el despojo al que son sometidas no tuviera un impacto adverso sobre la vida de todos los seres humanos —hombres y mujeres, adultos y niños— “nacidos de mujer”, como dice el Libro de Job. Da la impresión de que las penalidades extensivas que desencadena el descuido del bienestar de las mujeres revierten sobre los hombres como una venganza.

Pero existen también otros vínculos entre las desventajas de las mujeres y la condición general de la sociedad —vínculos no biológicos—, los cuales operan a través de la acción consciente de las mujeres. El desarrollo de las capacidades de las mujeres no sólo aumenta la libertad y el bienestar de éstas: tiene también otros efectos sobre la vida de todos. Un incremento de la participación activa de las mujeres puede contribuir sustancialmente a sus vidas, así como a las de los hombres, y reflejarse en la vida de los niños así como en la de los adultos: muchos estudios han demostrado que el aumento de poder de las mujeres tiende a aliviar el descuido de los niños y la mortalidad, lo mismo que a reducir la fertilidad y la sobrepoblación, y, en términos más generales, tiende también a ampliar el alcance del interés y la preocupación por los problemas sociales.

Estos ejemplos pueden complementarse si se toma en consideración, además, el desempeño de las mujeres en otras áreas, incluidas las de la economía y la política. En muchos países distintos se han observado vínculos importantes entre la participación activa de las mujeres y los logros sociales, y hay abundantes pruebas de que, siempre que los acuerdos se alejan de la práctica habitual —esa que pone en manos de los varones la propiedad—, las mujeres son capaces de emprender negocios y tener iniciativas económicas muy exitosas. Está claro también que el resultado de la participación de las mujeres en la vida económica no se reduce a los ingresos generados por ellas, sino que se extiende a los muchos otros beneficios sociales que se derivan de su posición más elevada y de su mayor independencia.

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IV.
Hay algo alentador en estos ejemplos de desarrollo que he venido señalando, y son numerosos los datos que indican que el arraigo de la disparidad de género se ha debilitado en algunas esferas dentro del Subcontinente Indio. Pero desgraciadamente no todas las noticias son buenas: hay también indicios de que existe un movimiento en dirección opuesta, al menos en relación con la desigualdad en la natalidad. Esto se ha puesto claramente de relieve con los resultados preliminares del censo decenal del 2001 en la India, cuyos resultados finales se están cuantificando y analizando todavía. Los resultados preliminares indican que, aun cuando la proporción total de mujeres a hombres ha mejorado ligeramente para el país como conjunto (con una reducción correspondiente de la proporción de “mujeres faltantes”), la proporción de mujeres a hombres entre los niños ha sufrido un descenso sustancial. Para la India en su totalidad, la proporción de mujeres a hombres en la población menor de seis años ha caído de 94,5 niñas por cada 100 niños en 1991 a 92,7 niñas por cada 100 niños en 2001.

Si juntamos todos los datos existentes se vuelve claro que este cambio refleja, no un ascenso en la mortalidad de las niñas, sino una caída en los nacimientos de mujeres en comparación con los nacimientos de varones, seguramente vinculado con el mayor acceso y el uso más difundido de la determinación de género de los fetos. Por temor a que el aborto sexoselectivo pudiera ocurrir en la India, el Parlamento prohibió hace algunos años, respecto de la determinación del sexo en los fetos, el empleo de técnicas que no se derivaran de otros estudios médicos necesarios. Pero aparentemente se ha descuidado por completo la aplicación de esta ley. Al ser cuestionada por Celia Dugger, la enérgica corresponsal de The New York Times, la policía señaló la dificultad de llevar a término los procesos judiciales a causa de la renuencia de las mujeres a hacer declaraciones sobre el empleo de esas técnicas.

No creo que se trate de una dificultad insuperable (otro tipo de pruebas se pueden presentar en un proceso judicial), pero el que las madres se nieguen a declarar saca a la luz el aspecto quizá más inquietante de esta desigualdad en la natalidad. Me refiero a la “preferencia por los hijos varones” que, con frecuencia, las madres mismas parecen albergar en la India. Esta forma de desigualdad de género no se puede erradicar, al menos a corto plazo, con el aumento de poder y de participación activa de las mujeres, ya que este poder es, en sí mismo, parte integral de la causa de la desigualdad en la natalidad.

La iniciativa de un plan de acción debe atender adecuadamente al hecho de que el patrón de desigualdad de género parece estar cambiando en la India, justo en este momento, alejándose de la desigualdad en la mortalidad (las expectativas de vida de las mujeres a partir del nacimiento se han vuelto significativamente más altas que las expectativas de vida de los hombres) y acercándose a la desigualdad en la natalidad. Y, lo que es peor, existe clara evidencia de que los caminos que se han seguido tradicionalmente para combatir la desigualdad de género, como puede ser una política pública que influya en la educación y la participación económica de las mujeres, pueden no conducir por sí solos a erradicar la desigualdad en la natalidad.
Comparada con la proporción biológica, presente en casi todo el mundo, de 95 niñas por cada 100 niños que nacen, la proporción en Singapur y Taiwán es de 92, la de Corea del Sur baja a 88, y la de China es de apenas 86, no obstante sus logros en el aumento del poder de las mujeres. De hecho, en Corea del Sur la proporción total de varones y mujeres entre los niños también se reduce a 88 mujeres por cada 100 varones, y la sombría proporción en China es de sólo 85 niñas por cada 100 niños. Comparativamente, la proporción en la India de 92,7 niñas por cada 100 niños (aunque más baja que la cifra anterior, de 94,5) parece mucho menos desfavorable.
Hay, sin embargo, motivos de preocupación. Para empezar, ésta puede ser sólo una etapa inicial, y uno podría preguntarse si, con la propagación del aborto sexoselectivo, la India puede alcanzar —o incluso rebasar— a Corea y a China. Y aun más: existen todavía variaciones sustanciales dentro de la India, y la proporción promedio entre niñas y niños de la totalidad del país oculta el hecho de que hay estados en los que esa proporción es mucho más baja que el promedio.

Aun cuando el aborto sexoselectivo se practica en cierta medida en la mayor parte de las regiones de la India, hay aparentemente una división sociocultural a lo largo del país que lo separa en dos, de acuerdo con la propagación de esa práctica y del prejuicio subyacente en contra de las niñas. En la medida en que nacen más niños que niñas en todas partes del mundo, aun sin abortos sexoselectivos, podemos utilizar como modelo comparativo la proporción de mujeres y varones entre los niños de los países industrialmente desarrollados. La proporción de mujer a varón, entre los niños de 0 a 5 años, es de 94,8 en Alemania, 95,0 en el Reino Unido y 95,7 en Estados Unidos. Asimismo, nos parece sensato adoptar la proporción alemana de 94,8 como el punto límite, debajo del cual se pueden albergar sospechas de intervención antifemenina.

El empleo de esta línea divisoria produce un corte geográfico notable en la India. En los estados del norte y oeste la proporción de niña a niño oscila entre 79,3 y 87,8, es decir, se mantiene uniformemente por debajo de la cifra límite. Los estados del este y sur tienden, por el contrario, a presentar proporciones entre niñas y niños que están por encima del límite de 94,8 niñas por cada 100 niños. Pero lo sorprendente aquí no es que un estado en particular exhiba su desajuste marginal, sino el hecho de que la gran mayoría de los estados en la India caigan con solidez en dos mitades contiguas, ampliamente clasificadas como el norte y oeste, por un lado, y el sur y este, por otro. De hecho, cada estado en el norte y oeste (con la ligera excepción de los muy pequeños Dadra y Nagar Haveli) tiene estrictamente una proporción de mujer a varón menor entre los niños que cada uno de los estados en el este y sur (incluso Tamil Nadu encaja dentro de esta clasificación). Esto es ciertamente notable.

El patrón de contraste no tiene una explicación económica obvia. Los estados con prejuicios antifemeninos incluyen estados ricos (el Punjab y Haryana), tanto como estados pobres (Madhya Pradesh y Uttar Pradesh), así como estados con un rápido crecimiento (Gujarat y Maharashtra) y estados que no han logrado crecer (Bihar y Uttar Pradesh). Tampoco se puede explicar la incidencia de abortos sexoselectivos por el acceso a recursos médicos para determinar el sexo del feto: Kerala y la Bengala Occidental, de la lista de los estados que no presentan un déficit, tienen cuando menos tantos recursos médicos como los estados que presentan déficit, como Madhya Pradesh, Haryana o el Rajastán. Si en Kerala o la Bengala Occidental son poco frecuentes los abortos selectivos, ello se debe a la escasa demanda de esos servicios en particular, más que a la falta de recursos, lo cual indica que debemos preguntarnos —más allá de los recursos económicos, la prosperidad material o del crecimiento del pib— por influencias sociales y culturales más amplias. Hay una diversidad de influencias que se debe tomar en cuenta aquí, y sin duda convendría vincular estas características demográficas con datos proporcionados por los estudios culturales y la antropología social. Es posible también que exista una conexión con la política. En otros contextos se ha observado que los estados del norte y oeste de la India le han dado mucho más espacio a las políticas sectarias fundadas en la religión, a diferencia del este y sur, donde los partidos centrados en la religión han tenido muy poco éxito. De los 197 miembros del actual Parlamento Hindú, del Partido Bharatiya Janata y Shiva Sena, que en buena medida representan las fuerzas del nacionalismo hindú, 169 fueron elegidos en la región del norte y oeste. Al tiempo que es importante vigilar de cerca la tendencia a practicar abortos sexoselectivos en todas las regiones de la India, el hecho de que existan claras divisiones relacionadas con la cultura y la política puede sugerir líneas de investigación y de sondeo así como medidas para combatirla.

La desigualdad de género tiene, pues, numerosas caras, diversas y definidas. Para superar muchas de sus peores manifestaciones, en especial los índices de mortalidad, ha probado ser muy eficaz el fomento de la participación activa de las mujeres y el aumento de su poder, a través de la educación y del empleo remunerado. Pero para enfrentarse a la nueva forma de desigualdad de género, la injusticia que tiene que ver con la natalidad, se necesita ir más allá del problema de la participación activa de las mujeres, y adoptar una actitud más crítica ante los valores recibidos. Cuando el prejuicio antifemenino (expresado en conductas como el aborto selectivo) refleja el arraigo de valores machistas, a los cuales las madres mismas pueden no ser inmunes, lo que se necesita no es sólo libertad de acción sino libertad de pensamiento: la libertad para cuestionar y analizar minuciosamente las creencias heredadas y las prioridades tradicionales. La participación activa, crítica e informada es importante para combatir desigualdades de cualquier tipo, y la desigualdad de género no es la excepción. ~

— Traducción de Coral Bracho

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