Decimos sí

Negar un derecho por la condición sexual de una persona es discriminar. El matrimonio es un privilegio muchísimo más amplio que las uniones civiles y ahí es donde los homosexuales quedan desprotegidos.


La discusión, entonces —y así muchos no lo sepan, o lo nieguen con insistencia—, abarca varios derechos. Fundamentales, por demás: como la igualdad, la libertad. Derechos grandes. No es simplemente ir y asumir una postura ideológica determinada sino hablar en clave jurídica de lo que significa ser homosexual en este mundo mayoritariamente heterosexual.

Es justamente por esto último que pensamos que las voces opositoras son más ruido que otra cosa. O, peor, dan razones venidas de creencias particulares, que aunque arraigadas en nuestras costumbres no pueden mezclarse de buenas a primeras con la voluntad de un Estado autoproclamado laico. Sale, entonces, el cardenal Rubén Salazar, líder de la Iglesia católica, a pedirles a los congresistas que no apoyen el proyecto porque legalizar las uniones va en contravía de la naturaleza humana y de la Constitución y de la ley. Y no tanto. Va, tal vez, en contra de su manera particular de concebir la naturaleza humana, la Constitución y las leyes. Y eso es otra cosa, otro orden de las palabras.

Que un cura salga a decir esto, sin embargo, poco nos sorprende. Pero que sea el mismísimo presidente del Congreso, Roy Barreras, un hombre público que debería pensar su país en términos de derechos y no de creencias, el que firme un pacto con la Iglesia (como reveló este diario hace unos días) y se comprometa a no legislar a favor de las uniones de parejas del mismo sexo, se nos hace absurdo. Se nos antoja un retroceso. Y más allá de eso, son sus contundentes palabras las que hacen pensar: “Opino igual que la mayoría de los colombianos, sí a la unión civil y al respeto por los derechos civiles de la comunidad LGTB, pero no al matrimonio y la adopción de niños”. Tan incluyente.

Es apelando a la opinión mayoritaria que los opositores creen tener ganado este debate. El problema es que una democracia no es una tiranía respaldada por los votos de una porción gigantesca de la sociedad: es también el respeto a las minorías, a que no se ahoguen en el marasmo de una tendencia dominante y uniforme. Y los homosexuales lo sufren: no pueden casarse dos hombres o dos mujeres así se quieran, así tengan una intimidad construida, una vida conjunta. “Ya les reconocieron derechos patrimoniales”, se oye decir con suficiencia.

Y el matrimonio es el punto de quiebre. Negar un derecho por la condición sexual de una persona es discriminar. El matrimonio es un privilegio muchísimo más amplio que las uniones civiles y ahí es donde los homosexuales quedan desprotegidos. Por sólo citar un ejemplo: la sociedad patrimonial protegida nace inmediatamente una vez realizado el matrimonio, mientras que en la unión civil hay que esperar dos años de convivencia. Y de ahí para adelante, todo. Lo simbólico y lo material.

Lo que se discute aquí, entonces, no es poco. Más que una sociedad inmoral, sin principios, se busca un país más incluyente que acepte de una vez que hay formas de vida distintas a las que se llaman tradicionales. Pero no sólo son todas estas razones harto suficientes sino que también es un mandato. La Constitución lo dice, la Corte Constitucional lo reafirmó con contundencia en la sentencia C-577 de 2011.

“Se quiere mirar de acuerdo a la tradición jurídica de Colombia cómo se puede manejar el tema”, dice con prudencia el ministro del Interior, Fernando Carrillo. Al contrario. Lo que hay que hacer es invertir una tradición jurídica excluyente y discriminatoria que va en contravía de la realidad. Por todo esto es que decimos sí. El Congreso tiene hoy la palabra.

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