De Prácticas y de Discursos

Iván Cepeda Vargas. Marianne Ponsford, Carlos Cortes, los dos primeros en artículos de opinión en El Espectador y el último en un reportaje en la Revista Semana muestran la interacción de los discursos de la política de “seguridad democrática” con las prácticas violatorias de los derechos humanos y las prácticas arbitrarias que se ambientan desde los discursos.


Sigue el exterminio de los sobrevivientes de la Unión Patriótica, el genocidio se perpetúa, la memoria institucional permanece debido a un pasado de impunidad y a un presente que perfecciona el crimen en la política de “seguridad democrática”. La institucionalización del paramilitarismo o la consolidación de la parainstitucionalidad se encuentra ambientada suficientemente en los discursos del poder … la justificación de lo encubierto, de lo clandestino y de la guerra sucia sigue hoy vigente porque la seguridad “democrática” es seguridad “nacional.

Los abusos de autoridad, los montajes, los chantajes, la presión, el escarnio público y mediático parte de las detenciones masivas y arbitrarias se han ido erigiendo en mecanismo de impunidad de los victimarios, en mecanismo de control y de represión de la población y han generado nuevas formas de desplazamiento.

Tres artículos de estos días, las prácticas y los discursos de la seguridad “democrática”

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El Exterminio de los Sobrevivientes

Iván Cepeda Vargas

Uno de los rasgos del genocidio contra los miembros de la Unión Patriótica y del Partido Comunista es su prolongada duración en el tiempo en medio de un clima de tolerancia general. Que la aniquilación en masa de una formación política se haya prolongado durante dos décadas y continúe hoy su curso habitual sin que la sociedad reaccione, es sintomático de los niveles de adaptación a las formas de violencia extrema a los que se ha llegado en Colombia. Después de haber liquidado numerosas estructuras organizativas del movimiento de oposición, ahora se busca eliminar a los sobrevivientes. Tres ejemplos recientes para la muestra.

El 26 de julio de 2004, Mauricio Tote Yace, miembro de la UP y comunero indígena de Kokonuko, fue desaparecido presuntamente por agentes del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS). Sus familiares denuncian que encontraron el cadáver en la morgue con varios tiros en la espalda, y que el organismo de seguridad presentó el hecho ante los medios de comunicación como si el reconocido líder indígena fuera un terrorista que las autoridades sorprendieron cuando se preparaba para dinamitar una torre de energía eléctrica. El 15 de julio, en la ciudad de Bucaramanga, la sindicalista y sobreviviente de la UP Carmen Elsa Nova fue asesinada por presuntos paramilitares. Semanas antes, el 1º de abril, el abogado Carlos Bernal, dirigente comunista de Cúcuta, y su escolta fueron asesinados también por presuntos paramilitares en un restaurante.

Según la Corporación Reiniciar, organización que documenta este genocidio, desde la posesión del actual gobierno hasta el presente, los grupos paramilitares –hoy en “tregua”– han asesinado a 71 personas de la UP y han “desaparecido” a otras 30. En regiones y departamentos de tradicional influencia de la colectividad (Tolima, Meta, Norte de Santander, Cundinamarca, Arauca y Caquetá, entre otros) se aplica una estrategia de aniquilación ascendente.

Primero se ataca a los organismos de base y las redes de apoyo social mediante la práctica sistemática de masacres, desplazamiento forzado o exilio de los activistas y sus familias. El terror es para estos fines un ingrediente eficaz. Testimonios de quienes han logrado huir de estos exterminios locales relatan casos en los que se descuartiza en vida a los activistas para “aleccionar” a la población sobre las terribles consecuencias que trae su militancia.

Las campañas propagandísticas que presentan a quienes no se van de la región como subversivos, y que luego conducen a detenciones arbitrarias, complementan el trabajo de la acción terrorista. Debilitada la base del movimiento, se llevan a cabo atentados contra los dirigentes visibles que se niegan a abandonar sus ciudades o municipios, como en los tres casos anteriormente mencionados. Para borrar todo rastro de la memoria de este genocidio y de la historia regional de la UP, se persigue a los viejos militantes, se desaparece a los familiares de los desaparecidos y se asesina a los familiares de los asesinados. Familias enteras han sido sometidas a este tratamiento.

Desaparecer al familiar de un desaparecido, o asesinar a los familiares de un asesinado, muestra con claridad que la intención genocida persigue destruir al grupo político, y su entorno social, hasta las raíces. El ensañamiento contra los sobrevivientes y los familiares de las víctimas de la UP es otra más de las características que harán entrar este genocidio en la galería de los grandes horrores de la historia contemporánea. ¿Hasta cuándo la sociedad colombiana tolerará esta infamia?

Tomado de El Espectador 11 septiembre de 2004

La Verdadera Historia

Marianne Ponsford

Explica el presidente –citado textualmente por el periódico El Tiempo, refiriéndose al secuestro de tres personas en Antioquia–, las razones del secuestro: “A medida que se han venido retirando a las organizaciones mal llamadas paramilitares han reaparecido grupitos guerrilleros a secuestrar”. Uno pensaría que tal vez el periodista entendió mal, pero las dudas se despejan con la reiteración. Continúa hablando el Presidente de la República: “Esa misma situación ocurrió esta semana en Santander, en un sitio donde salió un grupo de autodefensas, llegó el Eln y nos secuestró un señor palmicultor”.

No se necesita tener un razonamiento deductivo fuera de lo común para entender las asombrosas implicaciones de lo que asegura Uribe. Se secuestra porque ya no hay (mal llamados) paramilitares que cuiden la región. Es decir, los paramilitares evitaban los secuestros. Luego los paramilitares eran buenos para el país. O más bien para su país, para respetar esa curiosa primera persona del plural que utiliza, ese “nos secuestró”, que tanto se asemeja al que usan los finqueros cuando hablan de su ganado: “Se nos murieron unos terneros”, “se nos enfermaron cuatro reses”, “nos secuestraron un palmicultor”.

Pero la analogía con el finquero no es cosa nueva. La hace con enorme acierto María Jimena Duzán en su libro Así gobierna Uribe. Lo que es peligroso es cómo el Presidente va entretejiendo en su discurso, cada vez de manera más abierta y directa, una defensa del paramilitarismo (casi me atrevería a decir, una nostalgia de los buenos tiempos del paramilitarismo), y cómo ese discurso se va filtrando de manera casi imperceptible en la mente de los ciudadanos, hasta que llegue el día en que todos acaben añorando a los paramilitares cada vez que en el país haya un secuestrado. Y yo me pregunto, ese día, ¿quién se acordará de las masacres? ¿De las motosierras? ¿De su vinculación con el narcotráfico? ¿Del desplazamiento forzado de cientos de miles de civiles? ¿Quién se acordará de los asesinatos selectivos de sindicalistas, de abogados, de defensores de los derechos humanos? ¿Quién se acordará del horror?

El Presidente de la República no puede hablar así. O más exactamente, no puede pensar así. No puede pretender reescribir la historia, y esperar que se recuerde a los (¡mal llamados!) paramilitares como a unos simples celadores, mayordomos de finca parapetados en una alambrada con una escopetica, cuidando de su patrón.

Pero lo grave es que sí puede. Que sí lo dice. Que sí lo piensa. Y como la estela de sangre que ha dejado el paramilitarismo apenas ha tocado las ciudades, puede suceder que todos aquellos millones de colombianos que viven en las ciudades acaben prefiriendo creer –por no haber vivido en carne propia el sufrimiento de miles de campesinos– que los paramilitares, al fin y al cabo, le han hecho un bien al país.

Las palabras de Uribe hacen daño. Un daño profundo a la psique del país que con tanto fervor lo escucha. Y lograrán que la verdadera historia del paramilitarismo se demore todavía más tiempo, mucho más tiempo, en fijarse en la memoria colectiva. Pero eso sí, por más que quiera, esa historia no cambiará. Como ha demostrado la experiencia del siglo XX en Occidente, la historia fidedigna, aunque más tarde que temprano, acaba por escribirse. En eso sí que, menos mal, ha cambiado irreversiblemente nuestro mundo.

Tomado de El Espectador 11 de septiembre de 2004

CAPTURAS MASIVAS

La suerte del lotero del Chairá

Hace un año, el DAS capturó a 81 personas en Cartagena del Chairá. Hoy sólo quedan cinco en la cárcel pero la vida de todos los arrestados jamás volvió a ser igual. El lotero del pueblo contó su pesadilla y cómo esa captura masiva lo convirtió en un desplazado más.

Por Carlos Cortés

Mi abogado pensó que yo salía ese día, que no había de otra. Llamó a mi mamá y le dijo: “A su hijo lo sueltan el lunes”. No sé de dónde habrá sacado la plata, pero la vieja se vino de Chinchiná para Bogotá. Ese domingo fue a visitarme y quedamos de vernos al día siguiente, ya con la boleta de salida. Llegó el lunes y la fiscal nos sentó a varios que estábamos en las mismas para leernos la decisión: nos íbamos de los calabozos del DAS, pero derechito para La Picota.

Mi mamá no hizo más que llorar apenas supo. No lloró sólo esa vez, sino cada vez que me visitó. Vino dos o tres veces, sola, porque mi papá es agricultor y tenía que quedarse en la tierra. Y ese lunes le tocó devolverse con las manos vacías. Yo nunca quise contarles nada a ninguno de los dos. Pensé que de esa salía rapidito, que no había necesidad de alarmarlos.

Pero ese día, mientras oía a la fiscal leer una retahíla jurídica que no entendía, me di cuenta que la cosa iba en serio, que era mejor hacer cuentas de los años que iba a estar guardado. Me había hecho muchas expectativas con ese lunes, veía la libertad como algo inminente y mi presente en ese encierro ya lo estaba viviendo como parte de mi pasado. Con la medida de aseguramiento se abría un plazo de seis meses para que resolvieran qué pasaría con nosotros. La fiscal soltó a siete compañeros en esa decisión, y a los 67 que quedábamos nos iban a echar a La Picota, a los hombres, y a las pocas mujeres, al Buen Pastor.

Nos empezamos a portar mejor que nunca, callados, juiciosos, hacíamos todo lo que nos decían. De las cárceles no se habla nada bueno, y queríamos que nos dejaran en los calabozos del DAS. Poco sirvió la estrategia. Diez días después de la cita con la fiscal llegó la orden y empezaron a trasladarnos a La Picota en grupos.

¿Cómo empezó todo?

A las 7 de la mañana del 7 de septiembre de 2003 empecé a oír el ruido de helicópteros que sobrevolaban Cartagena del Chairá. Hacía poco que me había pasado a una pieza en el pueblo, aunque vivía allá hacía más de ocho años, al principio en la finca de mi tío en la siembra, y hacía casi un año como comerciante informal.

Cuando salí a trabajar me topé con un pelado que me dijo que le estaban pidiendo la cédula a todo el mundo. Era domingo, y como todo domingo, era día de mercado. Llevaba una nevera de icopor llena de fresas y mi carriel, donde echaba las boletas de las rifas y los talonarios del chance. Iba para la orilla del río, donde tenía un puesto de frutas, cuando empezaron a decir que había una reunión en la plaza del pueblo.

Había ejército y policía por todas partes, y civiles que decían ser agentes del DAS. En el agite no hubo tiempo para nada. Sacaron a las personas de las casas y de los carros, las bajaron de las chalupas. Mi nevera quedó tirada en la mitad de la calle y el puesto de fruta, cerrado. En la plaza nos dijeron que siguiéramos a la base militar del Idema, una antigua bodega del Ministerio de Agricultura.

Cuando llegamos había varios computadores en las mesas y videocámaras instaladas. Empezaron a hacernos preguntas, y a las 9 más o menos, aparecieron como diez encapuchados vestidos de civil. Primero se subieron a las garitas y desde allá señalaban a la gente, pero como éramos tantos les tocó bajarse. Después oí que en las noticias habían dicho que eran como 600 personas, pero qué va, éramos mínimo 1.000.

Nos pusieron entonces en filas, como niños para el juramento de bandera de la escuela. Entonces los tipos encapuchados pasaban por la fila, iban mirando a la gente, y por ahí cuando les daba la gana paraban y le tocaban el hombro a alguien. Acto seguido llegaban los agentes del DAS, o los soldados, y sacaban al individuo de la fila. Vi entonces que la cosa no pintaba bien, vi llegar a uno de los de gorro, que me dio una palmada suave en el hombro. No alcancé yo a decirle nada cuando me sacaron de la fila.

Pasé por la cámara y dije mi nombre varias veces, les di el número de mi cédula y les repetí una y otra vez qe yo no le debía nada a nadie. Hicieron lo mismo con todos los que salían de la fila hasta entrada la tarde. A las 5 nos llevaron a la base principal que queda a la salida del pueblo. Éramos 81, y como no cupimos en los taxis y camperos de acarreos, a varios nos tocó a pie.

Caminamos 35 minutos. Cuando llegamos a la entrada de la base nos vendaron los ojos a todos, la gente se quedó muda, paralizada. En el cerro de la base nos recogieron los helicópteros, de esos artillados, los que están abiertos a lado y lado. No me acuerdo qué dije en ese momento, sólo pensaba que una vez arriba nos iban a tirar al vacío.

Los helicópteros aterrizaron después de unos 15 minutos. Una de las voces me guiaba para que no me cayera en el camino, en la recta, en la curva, hasta que me dijo que subiera una escalera. Estaba en un bus. Arrancaron los motores, de no sé cuántos buses, y pararon al rato. Nos bajaron otra vez y nos sentaron en un tierrero, por parejas, espalda contra espalda. “Para que descansen”, dijo una voz que después se alejó.

El silencio duró poco, se rompió en forma de pesados suspiros y gemidos. La bulla fue creciendo hasta que se volvió gritos. La gente quería ir al baño, quería tomar y comer algo, quería un explicación. No recuerdo si dije algo, la oscuridad me aterrorizaba, apenas si la podía dominar.

Finalmente nos quitaron las vendas. Ahí estaba todo el pueblo, un representante de cada sector, aunque muchos más hombres que mujeres (unas 10 ó 12): los motoristas de las lanchas, varios comerciantes, profesores, taxistas, ancianos y niños. En total 81 personas. Nos miramos unos a otros aturdidos, con el sentimiento de estar metidos, ahora sí y quién sabe hasta cuándo, en una película.

Yo no había probado bocado en todo el día. Mientras estuvimos en Cartagena del Chairá, los familiares de otros detenidos les llevaron un jugo, o por ahí un vaso de agua. Pero como mi tío no vive en el pueblo ni se enteró. Por la noche entró un soldado y nos dijo:”A ustedes les toca pasar la noche acá, no sabemos adónde los van a llevar”.

Estábamos en una bodega del Ejército. Era un salón de techo muy alto que sólo tenía unos camarotes, sin colchones ni cobijas. Cuando empezó a llover me di cuenta que en ese sitio no dormían soldados hacía mucho tiempo. El agua empezó a correr a través de las tejas, que parecían más bien anjeos, y nos tocó corre los camarotes de un lado a otro.

Por razones obvias nadie durmió, pero además, durante toda la noche entraron agentes del DAS a sacarnos uno por uno para hacernos preguntas. Mi turno fue a las 11 de la noche. Dos tipos vestidos de civil y armados con metralletas me sentaron y no paraban de hablar: “Acepte quién es usted”, “díganos con quién más trabaja”, “dénos nombres”.

La mañana siguiente tomé café con pan. Las horas se fueron en más de lo mismo, más preguntas, más cámaras, más fotos, más cédulas y computadores. Trajeron los afiches del DAS que salen en los noticieros y nos pusieron a posar. Los soldados que daban vueltas por el salón se encogían de hombros ante nuestras preguntas.

El almuerzo lo repartió el Ejército, pusieron una mesa en el extremo del salón y nos hicieron formar. Entonces asomó la trompa una camioneta Toyota de vidrios polarizados. No la metieron del todo, apenas hasta la mitad, atravesada al lado de la mesa donde servían la comida, de manera que cada uno de nosotros tuviera que pasar por ahí. El que recibía la bandeja tenía que parar en frente del carro por unos segundos, y el soldado sólo lo dejaba avanzar cuando sonara el pito. A algunos no les pitaron y finalmente los dejaban avanzar, sin saber si era buena noticia o más bien mala. Supusimos que adentro estaban los informantes. Finalmente pasamos todos y nos sentamos en los camarotes o en el piso, a tratar de almorzar.

Por la tarde siguieron las preguntas y nos pasaron unos papeles para firmar. La mayoría lo hicimos y continuamos resignados con la rutina. Hasta que algunos se pellizcaron y empezaron a protestar. “Esto es ilegal, tenemos derecho a un abogado”. “Están violando nuestros derechos”. “Llamen a la Defensoría, o al personero”, decían unos. Alguna palabra mágica habrán dicho porque pasaron dos cosas: al rato llegó el defensor de pueblo de Florencia y la personera de Cartagena del Chairá, y unos minutos después nos anunció el Ejército: “Llegaron las órdenes de captura de ustedes, tenemos la orden de trasladarlos a Bogotá”.

Muchos comenzaron a llorar. Nos dejaron usar el teléfono y llamé a mi tía en Bogotá.”Tía, me tienen detenido y parece que me echan para Bogotá. No le cuente nada a mi mamá”. Ella se quedó muda mientras acabé de contarle, y antes de colgar me dijo: “Si lo traen me llama a ver en qué le podemos colaborar”.

El defensor y la personera lograron que liberaran a siete más, menores de edad al parecer. A los demás los esposaron. Cuando se acabaron las esposas nos amarraron con esparadrapo, y nos metieron a todos en el Hércules de la Fuerza Aérea. Sólo en ese momento me enteré que estábamos en la base militar de Larandia, Caquetá. Fue la primera vez que monté en avión.

Esa noche en Bogotá fue la más dura. Veníamos vestidos tal y como nos habían capturado y el frío nos tenía acorralados contra una pared, cerca de un par de bombillos en un patio del DAS, donde tuvimos que esperar por horas a que nos tomaran los datos para pasarnos a las celdas. Al otro día mi tía me llevó en una chuspa unas cobijas, jabón, crema, cepillo de dientes y algo de ropa. La Cruz Roja también le envió algo a la gente que no tenía familia en la ciudad.

Cuando hablé por primera vez con la fiscal vislumbré la magnitud del problema. Ella me preguntó apenas me senté “¿Sabe usted por qué está acá?”, “Eso es lo que vengo yo averiguar”, le respondí. La cosa era clara para la fiscal: yo era alias ‘Manito’, reconocido guerrillero del frente 14 de las Farc, comprador de 200 a 500 kilos semanales de coca (a dos millones de pesos el kilo) y con 30 hombres a mi mando. Me señalaba Napoleón Santanilla Gutiérrez, quien vine a saber después, era el hijo de una de las prostitutas del pueblo, que lleno de ira se había ido en contra de toda la población.

Dentro del grupo había gente de plata, había ancianos, una profesora reconocida, dueños de droguerías, de supermercados, gente que tenía sus negocios, taxistas, el inspector de sanidad, la dueña de la taberna, la administradora de un bar, campesinos que habían salido a hacer mercado. A mí me tocó en la celda con uno de los motoristas, un chofer de Nestlé, el carnicero, un campesino que no conocía y el dueño de una finca.

Algunos empezaron a traer abogados de Florencia o a contratarlos en Bogotá. La Defensoría del Pueblo mandó varios defensores públicos para los que no teníamos dinero, y ahí me asignaron uno a mí. A la mayoría los empezaron a someter a reconocimientos en fila, la fila de delincuentes y el dedo acusador detrás del espejo oscuro. Mi defensor me recomendó que no lo hiciera, que no me sometiera a eso. No es voluntario, pero dejamos la constancia de que no había garantías. Mezclaban a los sindicados con agentes del DAS, y en algunos casos incluso con soldados. Imagínese ladiferencia entre un soldado y un campesino, de pronto que uno venga por ahí mechudo o barbado. Los soldados bien afeitados, peluqueados, en camiseta blanca y caquis. No tiene sentido. Y esa prueba la utilizaron en las medidas de aseguramiento.

Apareció entonces otro testigo en contra mía, Edison Caicedo. Declaró en Florencia después de la captura. Sabía cómo me llamaba yo, y ahora me acusaba de haber secuestrado, asesinado, y desparecido a varias personas de Cartagena del Chairá. Cuando le preguntaron cómo sabía mi nombre dijo que lo había sacado del directorio telefónico del pueblo, pero los abogados le pusieron el libraco en las manos y no me encontró por ningún lado; después dijo que no, que había leído mi nombre en los medios, pero tampoco pudo encontrarlo en todos los recortes de prensa que le entregaron. Lo cierto es que nadie en mi pueblo sabía mi nombre. Para todos siempre fui el ‘Lotero’, el ‘Patillero’ o el ‘Paisa’.

De vuelta a la cárcel

Fuimos a parar a la jaula de La Picota con 13 compañeros más. Ahí lo dejan a uno dependiendo del hacinamiento que haya o de la suerte que tenga. Algo de comida le llega a uno, si no tiene en qué recibirla la recibe en las manos, en un pedazo de cartón o en un plato viejo que alguien le preste. Después de dos días nos sacaron de la jaula.

Llegué a la cárcel con las cobijas y la ropa que mi tía me había dado en el DAS, y con mi carriel lleno de talonarios del chance y boletería de las rifas. Esos papeles eran la prueba de mi trabajo en el pueblo, y los mostraba en cualquier audiencia o indagatoria a la que iba. Cuando salí de la jaula me devolvieron todo menos el carriel. Un guardia del Inpec me dijo que no estaba permitido tener eso ahí, yo le supliqué que me lo devolviera, porque además tenía que responderle a la empresa que organizaba las rifas, con la plata o con las boletas. “Yo le hago el cruce, le voy a recoger esa boletería y se la guardo”, me dijo el cabo. Mi tía fue primero, mi defensor después, e incluso hice una carta para que fuera mi primo. Pero a nadie le dieron razón de las boletas o del carriel.

La Picota está dividida en ‘el penal’, donde echan a la gente acusada de subversión, hurto, lesiones, homicidios; ‘ser’, donde están los de corbata y los paramilitares especiales; y ‘cabañas’ donde sólo están los paras. A mí me tocó en el penal, en el patio dos.

En el momento en que uno llega lo ponen a sobrar. Toca dormir en el suelo. Si los compañeros lo quieren recibir, cuenta con suerte. Uno se acomoda por ahí en un ladito, mientras va viendo donde se hace y tiene para comprarse una cama. Le asignan un rincón y va cuadrando sus cosas para que la convivencia no sea tan dura. A veces le piden un aporte para el aseo, si uno no tiene plata le dicen, “mire a ver si su familia se la entra, si se la trae la visita”.

Mi reloj me sirvió para cambiarlo por una colchoneta. Además empecé a trabajar. Lavaba ropa de otros presos, aprendí algo de artesanías, hice pulseras y telas para sandalias. Casi todo se me iba en tarjetas para llamar, al principio para averiguar qué había pasado con mi puesto de fruta y con las cosas que tenía en mi pieza; después para saber qué decía el abogado, qué novedad había en el proceso.

La temporada de diciembre fue muy dura. Llegó el fin de año y uno sin nada allá. Me tocó ir donde la sicóloga, durante dos meses dormía dos horas diarias, empecé a tener estrés, se me caía el pelo. La doctora me dio algunos calmantes para dormir, y me comencé a mejorar. Mi abogado me dijo que pasados los seis meses la mayoría de nosotros iba a recuperar la libertad, que nos iban a sacar una resolución de preclusión. Pero nos notificaron de la acusación y nos dimos cuenta que sólo salió la señora Viviana Patricia Botero, la dueña del bar. Era la última mujer que estaba en el Buen Pastor. Quedamos descontrolados.

La discusión empezó a ser si apelábamos o no. Las cárceles son como juzgados con abogados aprendices. Todo el día hablan de procesos, de juicios, de sentencias. Incluso en algún momento le pedí el favor a mi abogado que me llevara un código a ver si yo entendía qué era lo que pasaba. Siempre hay un preso experimentado, que lleva años adentro y sabe cuál defensor es mejor, cuál dice mentiras, y cómo es que toca hacer la vuelta. Empezaron a decir que la estrategia era no apelar nada, esperar a que comenzara el juicio y mandaran el proceso para Florencia. “Allá los sacan más fácil”, decía uno de los veteranos. Si apelábamos la cosa se iba para el Tribunal y ahí podía durar hasta un año.

Llamé a mi abogado y le dije que no quería apelar nada. Mi tía comenzó a ir de un lado para el otro, de la cárcel a su casa en Candelaria la Nueva, Ciudad Bolívar, y de la casa a la Defensoría del Pueblo. Le mandaba razones mías al abogado, peleaba con él. “Los defensores públicos ya decidimos que vamos a apelar la resolución de acusación, mi señora”, le dijo el defensor a mi tía.

Sentí la necesidad de cambiar de defensor, mi tía incluso fue a la Santo Tomás a buscar uno de oficio. Y es que adentro las ofertas abundaban: que el papá del de la celda de al lado había conseguido un abogado que lo sacaba a uno en 15 días por ocho millones de pesos; otros que conocían a un duro que llevaba el proceso gratis hasta que saliera de la cárcel; y otros que no cobraban nada, sólo pedían que les cedieran la demanda contra el Estado que se venía después. Yo me estaba enloqueciendo.

La libertad

El 11 de junio de 2004, después de nueve meses y seis días, recuperé mi libertad con 31 años cumplidos. La apelación salió a favor nuestro, y mientras yo y otros 12 compañeros esperábamos la boleta de libertad, cinco paisanos se alistaban para el juicio en Florencia: Henry López; Giovanni Bautista; el profesor Óscar Flórez, un docente bueno que como recibió la educación que uno no tiene lo acusaban de ser ideólogo de las Farc; Edgar Montenegro , y Alberto Artistizábal, que cometió el delito de tener un hermano guerrillero.

Me tengo que quedar acá en Bogotá porque no tengo garantías, no tengo dinero para regresar y sobre todo, tengo miedo. El domingo pasado se vino un hermano de Chinchiná para Bogotá. Como el chino no conoce yo fui a recogerlo al terminal. Llegué como a las 4 de la mañana, y ahí estaba. Cuando salíamos había un retén del Ejército. El soldado lo dejó pasar a él y me pidió mis datos. Le dije mi nombre mientras él miraba la pantalla de su computador, con una mano en el teclado y mi cédula en la otra. Unos segundos más tarde me la entregó, me miró y me dijo: “Sin novedades. Siga”. Pero yo casi me muero del susto. Ni siquiera me atrevo a visitar a los que quedan en la cárcel por temor a que una vez entre no vuelva a salir.

En estos dos meses y medio no he conseguido empleo. Estoy viviendo de posada donde mi tía, y por ahí me hago algún peso como ayudante de un bus. Todavía no me ha salido el paz y salvo para sacar mi pasado judicial y poder levantarme un puesto de verdad.

Hace un par de meses fui a la Red de Atención para Población Desplazada. Allá presenté una declaración, me tomaron mis datos, y me dieron un mes de plazo para ver si salía en el sistema como favorecido y podía recibir alguna ayuda. En este momento me siento como un desplazado, como muchos otros compañeros que cayeron ese domingo”.

Tomado de Revista Semana Septiembre 12 al 18 de 2004

Bogotá, D.C septiembre 12 de 2004

Comisión Intereclesial de Justicia y Paz