Colombia, una dolida encrucijada histórica

La guerra ha dado para todo en este país de paradojas. De un lado ligeras aseveraciones gubernamentales tasando en 52 años la duración del cruento conflicto –la guerrilla no parece desmentirlo– olvidando precedentes de similar perfil. Y si la tragedia emergió con el asesinato de Gaitán o con el surgimiento guerrillero de los sesenta, es curioso ver víctimas solo a partir de 1985. El país es tan incomprensible como la contienda misma.


La historia es un leccionario que une al presente con el pretérito. Asentado sobre la invasión torva que en el siglo XVI rompió con brutalidad inusitada a las comunidades aborígenes de la mano de las Ordenanzas de Burgos de 1512, se construyó un orden de justificación colonial. El teocrático principio que predicaba a América como un don concedido por Dios a la Corona Hispana a reciprocidad de la entrega de las almas paganas, devino en el genocidio de cerca de 20 millones de aborígenes (1). Ayer el motivo anunciado de la intolerancia genocida fue la evangelización, recientemente ha sido la ‘democracia’, la gran propiedad de la tierra y ‘la confianza inversionista’.

Luego vinieron los bárbaros escenarios propiciados durante la emancipación bolivariana, la guerra preventiva, los juicios sin debido proceso, las torturas y las ejecuciones, hechos sobrevivientes al paso de los siglos con otros actores y herramientas, apropiado para el inventario de guerras civiles nacionales registradas en la contabilidad de sobrios historiadores y otras 55 de orden regional y provincial, que nos desagregaron el siglo XIX y nos incomunicaron como en el testimonial texto de Gabo, Cien años de Soledad.
Aquello fue el preaviso a la trágica navidad obrera del Caribe, en 1928 adelantada con la mentalidad de Burgos, en el marco de la llamada ‘Ley Heroica’, que asimilaba el sindicalismo a la subversión y a sus dirigentes como los guerrilleros y terroristas de la época. Con esa matanza cayó el régimen conservador catapultado por la garganta de Gaitán, expresión de un movimiento social que gestaría la violencia estatal cuando su minoritario candidato, aprovechando la división del adversario se hizo al poder ejecutivo, lo que generó expresiones de resistencia popular. El clímax de lo que vendría lo advirtió Gaitán en la histórica Marcha del silencio y en la sentida Oración por la Paz: “Señor presidente: en esta ocasión no reclamamos tesis económicas o políticas. Apenas os pedimos que nuestra patria no transite por caminos que nos avergüencen ante propios y extraños. ¡Os pedimos hechos de paz y de civilización!” (2).

Gaitán, ‘caudillo eterno’ de los olvidados, ponía “voz a reclamaciones atávicas que históricamente habían caído en el vacío”. Como se negó a ser ‘algodón entre dos vidrios’, a este hombre de calle la oligarquía lo asesinó en la calle; la Operación Pantomima se había puesto en marcha. El alma de los murciélagos, evocado de esta manera por Víctor Hugo, finiquitó su espeluznante labor. La Novena Conferencia Panamericana, de la cual se lo había excluido, fue testigo cipayo de una nueva época de terror y de una marcha levantisca de los humillados de Colombia (3). La masacre no fue aceptada por los inactivos obreros, como se pretende hacer creer; los que escaparon de ese acto de traición a la patria y de lesa humanidad, resistieron en pequeños grupos, atacaron la línea ferroviaria por donde se movía la mercancía de exportación, quemaron plantaciones de la multinacional y dañaron comunicaciones telegráficas. Era el elemental derecho a resistir al tirano expuesto por un hombre de los tiempos coloniales, el jesuita Juan de Mariana.

Ese fue el marco en que se desenvolvió el tsunami violento que arrasó al país entre 1948 a 1954. El gaitanismo fue extirpado a sangre y fuego, genocidio político precedente al martirio de la Unión Patriótica. Literatura desde la provincial del historiador Johny Delgado (4) hasta la central vertida en la obra de Orlando Fals Borda, Eduardo Umaña Luna y Germán Guzmán Campos escrutan el horror; Lo indecible fue dicho, medio millón de muertos, millones de desplazados, mujeres violentadas, torturas a granel, odios cimentados y la patria arrebatada.

Los que desataron esa apocalíptica confrontación pactaron su término. Derrocaron al gobierno de Rojas Pinilla, cuyo golpe de cuartel la mayoría había auspiciado, pero el Teniente General, cumplida la función encomendada, oficiaba ahora de verdad incómoda pretendiendo el monopolio del poder para su más cercano círculo pretoriano. En el contorno de la España franquista, tan cercana a Laureano Gómez, se adelantó el nuevo acuerdo. Para la caída de Rojas se movieron la huelga patronal, los púlpitos clericales, el romanticismo universitario y la cúpula bancaria, y el gobierno se desplomó en mayo de 1957. Procedió la implantación del proyecto frentenacionalista, que debe ser enseñado para evitar que el Basilisco se repita.

Los gestores del Frente Nacional, hacedores de esa guerra, no fueron investigados, ni resarcieron a las víctimas. Fueron más allá, secuestraron el país durante 16 años, alternaron en la Presidencia de la República y se repartieron paritariamente los cuerpos colegiados; lo propio hicieron con el poder judicial a cuya corte cimera llegaron los allegados a las poderosas maquinarias electorales. El proyecto excluyente no paró ahí.
Cualquier disidencia mediática fue asolada, como lo demuestra la persecución a La Calle y a Nueva Prensa. “Se elaboraron listas negras de las personas que eran o se suponían desafectas al Frente Nacional, listas que estaban destinadas a distribuirse, como se hizo, entre los bancos y las empresas industriales, a fin de que les fuera negado el crédito o el empleo a quienes figuraban con la calidad de sospechosos en tales listas” (5).

La Segunda República Oligárquica mutó la ley y la justicia “en alumbrado de garantías exclusivas para los factores de poder” (6). Mutilaron al pueblo el derecho de reunión expidiendo el decreto 0631 que daba poder a los alcaldes para establecer los sitios de reunión y la duración de las manifestaciones. La tenencia de la tierra, motivo de la guerra, permaneció intacta y, al contrario, se acrecentó su monopolio y con ello el número de campesinos despojados de lo refrendado por el tesón de sus callosas manos. El plan excluyente abolió derechos políticos de los colombianos disidentes del inaceptable nuevo modelo. Fue el Frente Nacional una real Ley de Punto Final, copada por la impunidad de los perpetradores de la guerra bipartidista, beneficiándose del poder al que asaltaron con la aprobación de un pueblo ignaro, llevado engañosamente al plebiscito de 1957.

Varias conclusiones pudieran presentarse aquí. De un lado, que esta guerra lleva cerca de 70 años y el número de sus víctimas se acerca al millón, con lo que si bien Colombia está lejos del número de víctimas de las guerras de Corea, Vietnam, Cambodia y Sudán, reporta entre los 10 países donde la cruenta colisión ha dejado el máximo número de tragedias y de inmolados.

Una posterior conclusión nos remite a la connotación política de los plebiscitos, sugeridos para vocación de las mayorías pero igualmente instrumento de los tiranos para legitimar sus oprobios. Un solo ejemplo es el realizado el 13 de marzo de 1938 ordenado sibilinamente por Adolfo Hitler para legitimar la anexión de una Austria invadida por su ejército, donde le favoreció el 91 por ciento del electorado. Limitarse al mero resultado votante es una trampa que la democracia no puede permitirse. Hosmi Mubarak, el sátrapa egipcio, logró en los comicios de 2005 un apoyó superior al 88 por ciento, con apenas el 23 por ciento de la población apta para votar. Algo similar ocurría en el llamado Socialismo Establecido e incluso después de su caída, como lo demuestra el sospechoso triunfo de Boris Yeltsin en las elecciones presidenciales de 1966 frente a su émulo comunista Guennadi Ziugánov. Sobran ejemplos vergonzosos en Colombia donde toda elección está jalonada por redes de clientela, la suciedad del mercado electoral, los chantajes burocráticos, los dineros de contratistas y, cuando no, el soborno en algunas Registradurías.

De otro lado no puede soslayarse el sustrato político de los confrontantes violentos del Estado. Colombia es el país de América Latina con la gama más extensa de expresiones insurgentes, exteriorizando motivos mayúsculos: la desigual tenencia de la tierra, la inequidad, la injusticia asentada, la economía de sobre-explotación y un modelo político antidemocrático; pero acudiendo cada una a su respectivo florero de Llorente para la toma de las armas: la guerra liberal-conservadora finiquitada mediante el golpe frentenacionalista, el entusiasta impacto de la Revolución Cubana, la división del campo socialista, el soslayo étnico y el fraude electoral a manos de los propietarios del Estado.

Así surgió el Movimiento obrero estudiantil y campesino (Moec) de Antonio Larrota y ciertos de sus derivados, ñas Fuerzas Armadas de Liberación (FAL) de Mario Giraldo Vélez y Arturo Pinzón Sarmiento en la región chocoano-antioqueña, el grupo guerrillero del médico Tulio Bayer en el Vichada, el de Federico Arango Fonnegra en Territorio Vásquez; la manifestación insurgente de Pedro Brincos con el Ejército Revolucionario de Colombia (ERC) en Turbo, y los primeros ensayos que devendrían en el Manuel Quintín Lame sobre el suroccidente colombiano. Las zonas cuestionadas estarían en el Cauca, en Urabá, en el Magdalena Medio, en los antiguos Territorios Nacionales, pavimentando el sendero para las Farc, el Eln, el Epl y el M-19, como organizaciones de mayor calado, a las que el decurso de la batalla cruenta se irían a sumar otras, como la Corriente de Renovación Socialista, el grupo Jaime Bateman Cayón, Patria Libre y la Autodefensa obrera (Ado).

Luego de procesos de aniquilamiento y/o desbandada, como sucedió con la guerrilla de Bayer en el Vichada, el Moec de Larrota en el Cauca, y el grupo armado Jorge Eliécer Gaitán (Jega) en tiempos más recientes, o de avenencias para terminar la contienda, acaeció con los pactantes del 90, Epl –sector mayoritario– M19, Quintín Lame, Patria Libre, Partido revolucionario de los Trabajadores (Prt), el territorio bélico asomó estrecharse al Eln y a las Farc, que han prolongado su lucha militar por cinco lustro.

La indecisión de la victoria –ni las guerrillas fueron aniquiladas ni éstas tomaron el poder por asalto– degradó el enfrentamiento y tornó residual la ética de la guerra, justificando los medios por razón de los fines. En consecuencia creció la audiencia demandando la terminación de las operaciones de combate, el acuerdo humanitario y el cese de los fusiles, y todo ello condujo, luego de fracasos –La Uribe, Cravo Norte, Tlaxcala, Maguncia, San Vicente del Caguán–, al encuentro de Oslo y a la Mesa de La Habana, cuyo resultado es el llamado “Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”.

Pero el gobierno cometió un yerro inmenso jugando al utilitarismo político, amarrando la imagen presidencial a la reiterada ilusión de los colombianos por la paz. Al error primitivo le amarró otro derivado, nombrando director de la Campaña del Sí al expresidente César Gaviria, impopular tras la rememoración de su administración aperturista que solazó la entronización del capitalismo salvaje. La equivocación se extendió a cada capital o región donde hubo un Gaviria en miniatura escogido entre los políticos de oficio, cuya credibilidad en este país está lacerada por sus inadmisibles comportamientos.

El resultado del plebiscito del 2 de octubre, inesperado por la soberbia del poder, y aún para los que se pasaron 8 años negando la existencia en Colombia de un conflicto militar interno, aunque tenían Oficina de Alta Comisión de Paz, generó inicialmente un galimatías, luego pendencias verbales, incertidumbre, ilusiones, chantajes, mientras el actor armado ilegal esperaba que los otros consensuaran lo que han debido hacer antes.

Lo razonable en este proceso es que cada parte adelantara simultáneamente dos concertaciones. La insurgencia al tiempo que dialogaba con el Gobierno, lo hacía con sus estructuras de distinto mando y con sectores de apoyo, y a fe que lo logró. En tanto el Gobierno no pareció haber hecho la adecuada tarea, pues negociaba con la guerrilla pero no lo hacía con su propio entorno, que incluía a sectores de la economía empresarial y a las redes políticas, amigas o disidentes, pero defensoras del actual estado constitucional y económico. La lucha interna por el poder del Régimen se lo impidió y esa es la explicación a la gazapera plebiscitaria que le devino.

¿Qué hacer? La vieja pregunta de comienzos del siglo pasado se renueva. En principio mesura, la sabiduría por encima de la ira, la política en sustitución de las armas para resolver las tensiones entre justicia y paz, comprendiendo el origen y naturaleza de la transición; ella no es resultado de la caída del Régimen pero tampoco de la derrota militar de los rebeldes políticos, sino fruto de una negociación convenida, que a una salida no impuesta o producto de tenaza excluyente alguna, como lo pretenden nostálgicos frentenacionalistas.

El excluyente Frente Nacional es responsable del segundo episodio de esta guerra. Reeditar semejante tenaza con actores y siglas diferentes, condenará al país en poco tiempo a nuevos ciclos de guerra y de barbarie. Colombia desborda los límites del eje Santos-Uribe y ello lo demuestran las movilizaciones por el fin de la guerra, solo convocadas por sectores y movimientos sociales.

Quizá el menor de los impases sea el vinculado con la terminación de la guerra. El diferendo decisivo estará en torno a la construcción de paz, que conlleva una nueva cultura de aprehensión del contrario, una dimensión horizontal del poder y una estima integral de la democracia que atienda los derechos económicos y sociales, para hacerla deseable. Cuando la discusión se centre en la democratización y calidad de la educación, en la salud hurtada por los corruptos inescrupulosos y la intermediación de EPS, en el rediseño de la propiedad de la tierra; en los límites a la avaricia financiera, en el respeto a la diversidad e identidad cultural de grupos y etnias, en el rescate de la administración de justicia en manos de abusadores de toda laya, en la sustitución del modelo político que limita a la mitad el derecho cívico de elegir y ser elegido, veremos un fuerte realinderamiento político y desplazamientos hacia las orillas opuestas, que no habíamos presupuestado.

Ahora mismo hay obstáculos de no fácil vencimiento. El uno, se remonta al Acto Legislativo 03 de 2011, conocido como de ‘sostenibilidad fiscal’, que pone la ‘razón económica’, igualada a ‘razón de Estado’, por encima de los derechos de las víctimas, legalmente protegidas por la Sentencia de la Corte Constitucional T 025 de 2004, con la ponencia del magistrado Manuel José Cepeda. El segundo se advierte con el levantamiento a inicios de noviembre, del Campamento de la Paz en Montería, adelantado por jóvenes y sectores sociales presionando la rúbrica final de los Acuerdos de La Habana, acto obligado en virtud de claras amenazas de muerte contra sus impulsores, y signo de cómo todavía persiste la guerra sucia.

Los enemigos agazapados de la paz mediatizan, sobre todo después del 2 de octubre, su mentalidad de exterminio, reviviendo entre nosotros la figura del terrible ‘pacificador’ Pablo Morillo; en las redes sus fanáticos seguidores les replican llamando al crimen en lenguaje tan desabrido como su mente. Los recientes homicidios en los últimos días de líderes sociales, Erley Monroy en San Vicente del Caguán, Caquetá, Didier Lozada en La Macarena, Meta y José Antonio Velasco en Caloto, Cauca, todos integrantes de la organización Marcha Patriótica, denotan que lo previsto en la V Cumbre Nacional por la Paz realizada en marzo de 2016 en cerca de 100 ciudades de Colombia, empieza lamentablemente a cumplirse, el desarrollo de una criminal Operación Pistola cuya finalidad es echar por la borda el proceso de La Habana.

La paz es el espacio determinante, el fin de la guerra apenas una estación necesaria. Esto se definirá cuando las partes destapen sus cartas en medio de la civilidad política, para ver si queremos o no un país con un mínimo civilizatorio –Bobbio–, una sociedad decente –Cardozo– o una nación camino a edificar nuevas relaciones de uso y propiedad, de poder y de comunidad, que nos enseñen que, a pesar de todo el dolor causado, los años de la dura confrontación con su final incorporado no fueron un desperdicio ignorado por las generaciones que lo vivieron.

1 Orejuela Díaz, Libardo, Los grandes señores de la noche, Editorial Pacífico, 1985.
2 Gaitán, Jorge Eliécer, La Oración por la Paz, 1948.
3 Orejuela Díaz, Libardo. Gaitán o la rebelión de los olvidados. Universidad Libre, 2008.
4 Delgado Madroñero, Johnny, Como el ave Fénix/ La violencia política colombiana (1946-1966). Editorial Carvajal Soluciones de Comunicación SAS, Bogotá, 2014.
5 Liévano Aguirre, Indalecio. Premonición sobre las horas actuales/La mascarada del Frente Nacional. Grijalbo, Bogotá, 2007.
6. Ibídem.

Fuente: Colombia, una dolida encrucijada histórica