Carta de Renán Vega Cantor al ELN a propósito de la paz en Colombia

En febrero del presente año ustedes dieron a conocer una carta pública dirigida a un grupo heterogéneo de intelectuales, en la que manifestaban su interés en abrir espacios de diálogo con sectores de la academia y de la cultura, en la perspectiva de vislumbrar posibles escenarios para construir una paz digna y estable. Entre los nombres a los que estaba dirigida la carta en cuestión se encontraba el mío, supongo que por mi labor como investigador de las luchas populares de Colombia.

Julio 3 del 2014
Comandante Gabino y miembros del comando central del ELN
Un cordial saludo:

Por múltiples circunstancias personales no había podido responder a su comunicación pero ahora aprovechando la conmemoración del 50 aniversario de la fundación del ELN, quiero manifestarles algunas de mis inquietudes sobre el momento político que vivimos en Colombia.

Fin de un ciclo

El comienzo de los diálogos de paz con la insurgencia de las FARC en la Habana y los anuncios sobre un diálogo con el ELN ha cerrado un ciclo histórico en la política nacional, que bien podíamos denominar como la fase de tierra arrasada. Ese ciclo duró diez años, después el 2002 hasta el 2012. Su característica principal radicó en que tanto el Estado como las clases dominantes concibieron que el conflicto armado podría ser resuelto por la vía exclusivamente militar, mediante la derrota de la insurgencia y sin ceder ni un centímetro de tierra, ni un gramo de riqueza.
Para intentar hacer realidad este proyecto –inscrito en el marco en el mal llamada guerra contra el terrorismo que los Estados Unidos iniciaron el 12 de septiembre del 2001-, el Estado Colombiano recurrió a la represión generalizada, al incremento inusitado del gasto militar, al crecimiento de las tropas regulares de las fuerzas armadas hasta alcanzar casi medio millón de hombres, a la modernización tecnológica en el terreno bélico, a los bombardeos indiscriminados, al asesinato de los líderes de la insurgencia, a la ocupación ilegal al territorio ecuatoriano a la realización de crímenes de guerra, a la violación sistemática de los derechos humanos , en suma, al terrorismo de Estado a lo largo y ancho del territorio nacional e inclus! o más allá de sus fronteras.

Esta orgía de sangre estuvo acompañada por la imposición a nivel social de una lógica traquetea –Originada en el sórdido mundo de los sicarios del Cartel de Medellín- que se impuso desde la Casa de Nariño y justificó ese terrorismo de Estado con la negación del conflicto armado y sus causas históricas. Esa cultura traqueta ha tenido impacto nefasto en la sociedad colombiana porque el nuevo sentido común que se impuso a partir del comportamiento mafioso del entorno presidencial, hoy absolutamente probado, legitimó la idea de que se puede matar, torturar, desaparecer, bombardear y eliminar al adversario, porque este último ha sido bestializado y su existencia es vista como un mal social que debe erradicarse a sangre y fuego.

De ahí que ese ciclo histórico se haya caracterizado por el incremento de los crímenes estatales, los mal llamados “falsos positivos”, el despojo de las tierras de millones de campesinos colombianos, la expulsión violenta de los habitantes pobres del agro y la calumnia oprobiosa, con tintes clasistas incluso racistas, de todos los que se atrevieran a criticar esta lógica criminal y pasaron a ser considerados como “enemigos de la patria”.

Ese proyecto de tierra arrasada ha mostrado sus límites, tanto externos como internos. En cuanto a los limites externos hay que considerar la crisis capitalista mundial, que afecta con particular fuerza a los Estados Unidos y a la Unión Europea, los dos principales socios de la economía colombiana. Esa crisis se manifiesta en la disminución de “ayuda” para la guerra proveniente de manera principal de los Estados Unidos, lo que obligaría al estado colombiano a aumentar aún más el insoportable gasto militar, con su subsecuente carga fiscal, y a incrementar los impuestos, lo que no parecen estar dispuestos a asumir las clases dominantes criolla.

En cuanto a los factores internos, habría que destacar la persistencia del movimiento insurgente y el cambio en la misma lógica de confrontación, que regreso a la forma clásica de guerra de guerrillas. En otros términos, pese al enorme esfuerzo bélico del Estado colombiano no le ha sido posible destruir a la insurgencia, la que no llega a la mesa de diálogo ni mucho menos derrotada.

En términos internos también cuenta como un factor esencial el reclamo organizado de significativos sectores de la sociedad colombiana por poner fin a la guerra y volver a hablar de paz. Esto se evidencio en las movilizaciones de los últimos años en diversas regiones del país, donde campesinos, indígenas afrodescendientes, trabajadores urbanos y rurales, estudiantes y mujeres pobres, han vuelto a enarbolar la bandera de la paz con justicia social.

Termina un ciclo histórico y se inicia otro, que no sabemos bien cómo caracterizarlo, cuánto va a durar, ni a dónde conduce. Eso depende en gran medida de la capacidad de movilización de la población colombiana y de su apuesta por presionar para que se den pasos hacia la realización de inaplazables reformas -como la reforma agraria y la democratización política- que convierta a Colombia en un país decente, en donde se pueda hacer política sin el temor de ser asesinado en cualquier esquina o vereda del país.

Dos visiones sobre la paz

El régimen de Santos le apuesta a un cierto tipo de paz, rápida y formal, que no cambie nada y que se entiende como desmovilización de la insurgencia, con la finalidad de despejar el territorio nacional para que avance raudamente la locomotora minera, y se dé vía libre a la inversión extranjera y operen, sin obstáculos, los leoninos Tratados de Libre Comercio que el Estado colombiano ha firmado con Estados Unidos y con otros países del mundo. Para que el modelo exportador en el que se ha embarcado el capitalismo criollo funcione, se requiere que, en las regiones donde hay riquezas materiales y energéticas, cese el conflicto armado para que las multinacionales se las puedan llevar sin mayores obstáculos ni contratiempos. Por supuesto, con guerra o sin guerra se van a llevar los bienes comunes, pero les resulta más cómodo y barato si hay “paz” en los territorios en ! donde se encuentran las riquezas naturales.

Por esta razón, desde los más diversos ángulos de opinión ligados a las clases dominantes se proclama que con los diálogos no se va tocar ni el modelo económico neoliberal, ni el poder de las Fuerzas Armadas, ni se van a realizar reformas estructurales que modifiquen las condiciones de desigualdad e injusticia que caracterizan a nuestro país. Esta es la esencia del proyecto santista, aunque los sectores más beligerantes de la extrema derecha narco paramilitar afirmen que con los diálogos se está consolidando un modelo “castro chavista”, algo que no pasaría de ser un pésimo chiste sino fuera porque indica el carácter profundamente reaccionario de importantes fracciones de las clases dominantes, ligadas principalmente a la gran propiedad agraria e interesadas en continuar la guerra, porque eso constituye en un medio para mantener sus intereses de la clase. El! tipo de paz que propone el régimen santista puede catalogarse como una paz exprés o también como la “paz de los taxis”, entendida no como la solución de los problemas estructurales que han dado origen al conflicto armado, sino como la desmovilización de los insurgentes para que a cambio de dejar las armas se conviertan en propietarios y choferes de taxis, como ya se experimentó en el pasado reciente en Colombia. A esto es lo que algunos denomina como “paz negativa”.

Pero también existe otra forma de concebir el fin del conflicto, como resultado de reformas que toquen algunos de los grandes intereses económicos, políticos y mediáticos en este país, es decir la “paz positiva”, lo cual no puede conseguir solamente con la participación de la insurgencia, sino que requiere del concurso de sectores de la población en el campo y la ciudad, con la presencia activa de las clases subalternas, en primer lugar en las regiones directamente afectadas por el conflicto armado. Esta posibilidad puede delinear un futuro diferente a los procesos de paz que se dieron en América Central, en donde el silenciamiento de los fusiles no ha dado lugar a la reducción significativa de la desigualdad ni la desconcentración de la riqueza.

La falacia del posconflicto

El conflicto armado que se vive en Colombia desde hace casi 70 años, si nos remitimos a los acontecimientos del 9 de abril de 1948, y del cual la insurgencia revolucionaria es su continuación en el último medio siglo, es una expresión de un conflicto social, político y económico más amplio. En términos históricos, el actual territorio colombiano ha vivido una diversidad de conflictos desde mediados del siglo XIX gran parte de ellos ligados a la desigual apropiación de la tierra, con la participación de campesinos pobres, indígenas, población afrodescendiente, colonos, aparceros, jornaleros agrícolas… Estos conflictos son anteriores a la emergencia de los movimientos insurgentes y se seguirán presentando mientras no se solucionen los asuntos del monopolio terrateniente del suelo.

En el mismo sentido, las luchas por la democratización de la sociedad han sido uno de los pilares de la movilización popular durante todo el siglo XX, un proyecto que cobró fuerza durante el antidemocrático frente Nacional- que combinó el monopolio de la riqueza y de distintas formas de resistencia y la exclusión de los adversarios y opositores-, y originó diferentes movimientos guerrilleros desde 1964.

La democratización del sistema político no debe entenderse simple y llanamente como la ampliación de los canales electorales, sino como la posibilidad real de político a la luz pública con garantías mínimas, entre ellas, la primera de todas: el respeto a la vida de los que disienten y piensan distinto. Eso nunca ha sido posible en Colombia, como se evidencia en el interminable baño de sangre, en el que han sido masacrados miles de militantes políticos de izquierda, dirigentes sindicales, líderes campesinos, defensores de los derechos humanos, indígenas, mujeres pobres… Para que cese esta masacre continuada es necesario desmontar el paramilitarismo, porque sin ello no hay garantías para la lucha política legal.

Reivindicaciones en torno a la tierra y a la desconcentración de la riqueza como a la democratización de la sociedad, que permita que la gente se organice y movilice en torno a otros valores e ideales distintos a los del capitalismo, han sido la constante de la historia nacional, esos conflictos deberán renovarse y ampliarse en pos de las nuevas demandas y con participación de nuevos sujetos. No puede existir posconflicto, porque si cesa la lucha armada no termina el conflicto social y económico, que es anterior a la aparición de la insurgencia.

Un hecho particular para desechar la idea del posconflicto tiene que ver con la locomotora minera y con la firma de los Tratados de Libre Comercio, porque ambos son la clara expresión de la confluencia de nuevos y viejos conflictos, para la defensa del territorio y de la soberanía nacional. Precisamente en el ámbito de la defensa se los bienes comunes de tipo natural (denominados vulgarmente como “recursos naturales”) el ELN tiene una significativa trayectoria histórica.

En síntesis, negarse a hablar de posconflicto supone mantener las banderas de la lucha popular, que no pueden ser arrinconadas por circunstancias coyunturales, porque en el escenario nacional e internacional aumentan los problemas que generan tanto el capitalismo como el imperialismo.

La negación del terrorismo de estado

El término más preciso para caracterizar lo sucedido en Colombia en las últimas décadas es el del Terrorismo de Estado, porque el Estado (como órgano supremo de las clases dominantes) es el responsable de desencadenar, escalar y mantener la guerra interna que vivimos desde mediados del siglo XX, que ha dejado miles de muertos, exiliados y expropiados. Esta verdad de Perogrullo, sin embargo siempre ha sido negada por el mismo Estado y sus portavoces, quienes han llegado al extremo de presentarse como otra “víctima” del conflicto, y no el responsable de fundamental. El Estado se niega a sumir su papel terrorista- ligado, entre otras cosas, a la doctrina contra insurgente de la “Seguridad Nacional” y a hora de “lucha mundial contra el terrorismo”, promovida por el imperialismo estadounidense-, y a lo sumo reconoce responsabilidades individuales (“unas cuantas manzanas podridas&! rdquo;). Este tímido reconocimiento no toca el asunto fundamental que las responsabilidades que afloran en el curso de la cincuentenaria confrontación y de sus antecedentes durante la denominada época de la violencia (1945-1965) no son y no pueden ser similares entre el Estado y del capital. No pueden, bajo ninguna circunstancia, equipararse la violencia estructural del capitalismo colombiano y de su Estado con la resistencia y rebelión de aquellos que se han visto obligados a tomar las armas para enfrentar la represión oficial.

Además, no puede identificarse la rebelión con terrorismo y la violencia estatal con acciones legítimas, como los crímenes oficiales, en el que se incluyen las masacres laborales (como la de Santa Bárbara en 1963), la represión durante el paro Cívico de 1977, el exterminio de la Unión Patriótica, los miles de asesinados como” falsos positivos”, entre muchos hechos de ese tipo.

Este es un aspecto clave no sólo en aras de la búsqueda de la verdad y del desenmascaramiento de todos aquellos que están detrás del terrorismo de Estado, de la formación de los grupos paramilitares, del exterminio de amplios sectores de la población (como acontece hoy en Buenaventura y en otros lugares del territorio colombiano), sino de justicia histórica para clarificar las causas que han dado origen al conflicto armado y actuar en consecuencia si se quiere superarlas, para eliminar las condiciones objetivas que lo alimentan.

Esto último me parece sumamente importante a la hora de recordar que en este 2014 se cumplen 50 años de lucha insurgente en Colombia, cuyas acciones se inscriben en la órbita de la bicentenario lucha de clases subalternas por construir otro tipo de país, digno y justo.

Cordialmente
Renán Vega Cantor.