Bitácora de una esquizofrenia

Para mí escribir la columna del domingo para El Espectador es siempre difícil. Desde el martes ella comienza a esbozarse con las noticias del lunes. El miércoles va tomando un rumbo brumoso. El jueves ya hay algunas frases que dan vuelta y el viernes a la madrugada aparece el hilo de un ovillo que comienzo a jalar. El texto se va haciendo solo hasta madurar y, entonces, escribo.

Pero la de esta semana ha sido esquiva, muy esquiva. La tenía escrita el sábado antes del plebiscito: ganamos, ganamos. ¡Hurra! ¡Hurra! El domingo, después del cuarto boletín de la Registraduría, comenzaron los llantos y el crujir de dientes, atenuados con la remota esperanza del derrotado. Pero a las 7 de la noche, todo estaba consumado. El tono de voz de Uribe, retador y soberbio, fue sal y limón sobre la herida hecha por 50.000 votos: el 0,5% de la votación y el 0,01% del censo electoral. Con esa mayoría, el Centro Democrático exigió el lunes no entregarle el país a la guerrilla. La columna se rebullía en mis intestinos: Uribe empuja al país por el despeñadero de la guerra. El martes el Gobierno y el No acordaron una mesa paralela con un atenuante: los resultados serían “tratados” en la mesa de La Habana. Los cristianos, los empresarios, Pastrana, Ordóñez y los precandidatos del uribismo piden puesto en la mesa para cobrar la victoria. Y como si fuera poco, Santos anunció que el cese del fuego terminaría el 31 de octubre. Desconcierto total. ¿A qué venía semejante anuncio? Timo preguntó: “¿Y entonces después, guerra?”. Pastor Alape ordenó a la guerrillerada ponerse a seguro. Si cesa el cese, los muertos deben ser agregados en la cuenta abierta de Uribe. Título de la columna: “Santos contra las tablas”. Llamé a Pablo Catatumbo. No contestó. Me quedé dormido sobre el computador. Miércoles, la manifestación: un río de jóvenes en silencio llenó varias veces la Plaza de Bolívar: ¡No más guerra! Ni un grito destemplado, ni un solo policía en la séptima. Nueva esperanza. Título de la columna: “El murmullo pacífico de 50.000 personas” –el mismo número de la victoria del No–, seca una lágrima. La calle, trinchera contra la guerra. Jueves, cobró fuerza la iniciativa del profesor Barbosa de llevar el Acuerdo de La Habana al Congreso. La columna tomó aire. El expresidente de la Corte Constitucional Eduardo Cifuentes propuso recuperar el cabildo abierto para superar los resultados del plebiscito. Mis tripas dejaron de arder. Escribí un borrador de columna: “El Sí no está enterrado”. Uribe no puede someter el país a la guerra. El mismo jueves, Juan Carlos Vélez confesó: Usamos la mentira para aterrorizar a la gente, para que saliera verraca a votar. Y de ñapa, dio la lista de empresas que financiaron la campaña política del No. Modifiqué la columna: “Por la boca muere el pez”. La soberbia tiene costos. Viernes, a las 4 de la mañana, cuando la columna tenía varios hervores y al final no estaba ni cruda ni cocinada, la radio dio la noticia: Santos, premio Nobel de paz por su valiente persistencia. Repito: ¡HURRA! ¡HURRA! ¡HURRA! Galardón al Sí. Se había perdido la ilusión con los 50.000 votos del No. Uribe, con el cinismo que usa, declaró: el premio puede ayudar a Santos a cambiar “los acuerdos dañinos para la democracia”. Empecé la columna: ¿De qué cambios habla Uribe, con 50.000 voticos? No da la cuenta. La mesa de La Habana –digo– deberá hacer un cambio sólo proporcional a esa cantidad de Noes. Por ejemplo, reducir de tres millones a 50.000 el número de hectáreas del Fondo Nacional de Tierras. La canciller Holguín, por su lado, debería pedirle a Rodrigo Londoño que alquile un frac para acompañar al presidente a Estocolmo, y sugerirle al papa renovar la reserva de pasaje para venir a Colombia.

Fuente: http://www.elespectador.com/opinion/bitacora-de-una-esquizofrenia