Aprender de México

El contraste es brutal. Estados Unidos le da a México trato de interlocutor y, a Colombia, de lacayo.

Y no es que los manitos sean potencia y nosotros una mirria. Es que México se hace respetar. Hillary Clinton, secretaria de Estado norteamericana, sorprende al mundo al reconocer corresponsabilidad de su país en el narcotráfico de origen mexicano. A la par, el embajador de EE.UU. en Colombia, William Brownfield, haciéndose eco de pronunciamiento oficial de su gobierno contra nuestra Corte Suprema de Justicia, se permite cuestionarla por rendir concepto adverso a la extradición de dos colombianos.


Clinton atribuyó la responsabilidad de EE.UU. en el tráfico de estupefacientes desde México a la demanda “insaciable” de narcóticos en el mercado norteamericano y al activo suministro de armas por sus naturales a los carteles de la droga al sur del río Grande. A tono con el propio presidente Obama, deploró la política antidrogas aplicada hasta ahora, pues ésta “no funciona”. Si alarmada porque la violencia de las mafias se cuela en tierra propia, la declaración de Clinton responde también a la tenacidad del presidente Calderón, quien le exigió a EE.UU. asumir su parte en la lucha antidrogas. El mandatario declaró que “ellos ponen los compradores y las armas. Nosotros, las drogas y los muertos”; y denunció “la corrupción (tolerada) de autoridades americanas”, otro factor que explica la expansión del negocio en ese país.

No bien se supo de tan extraordinario viraje frente a México, nos enteramos en Colombia de la arrogante incursión del embajador Brownfield. Y, para ahondar la humillación, Ministro del Interior y Canciller se reúnen con él para explicarle (!) los argumentos de la Corte contra la extradición de Gafas y César, carceleros de tres norteamericanos secuestrados por las Farc. La disculpa personal que ofreció el embajador no borraba la nota diplomática de su gobierno.

Pero mientras el gobierno de Colombia se postra de hinojos, la Corte Suprema salva el honor. Se niega a reunirse con el funcionario extranjero. Y ratifica su posición, comprometiendo, de paso, al Ejecutivo, en un “manual” de extradición que mantiene esta política pero asegura la independencia de la Corte en la materia: ella no cambiará el principio de negar extradiciones cuando el secuestro tenga lugar en nuestro territorio; ni cuando el sindicado haya sido juzgado por un mismo delito en el país.

Que México exija compromiso de EE.UU. en la lucha antidrogas, no significa que quiera plegarse a estrategias como la del Plan Colombia. Plan que, lejos de erradicar el narcotráfico, lo expandió al calor de una guerra impuesta. Ni acabó con la guerrilla. Muchos temen allá que, a título de lucha antidrogas, incursionen los gringos en su política doméstica. Saben que las ayudas condicionadas refuerzan la dependencia, hieren el decoro, vulneran la soberanía de los Estados y, en casos como el del Plan Colombia, terminan por autorizar el militarismo y por generalizar la violencia.

A México no le cuesta defender su dignidad. El revolcón que Clinton deja entrever en su política antidrogas para ese país deriva también de un celo nacionalista que no es patriotismo de campanario sino sentido del honor. Y aquí es la Corte la que saca la cara por Colombia, a pesar del asedio sin pausa al que el Gobierno la ha sometido. A propósito de extradición y lucha antidrogas, se desnuda el talante de los gobiernos. A México, la usurpación de medio territorio por EE.UU. le inoculó dignidad. A Colombia, el robo de Panamá le transmitió la genuflexión como principio.

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