El indio y el empelucado

En alusión a los choques entre indígenas y policías en el norte del Cauca, una congresista del Centro Democrático (no la cumbambona brutísima sino la otra, la bonita inteligente) tuiteó: “Es una invasión a una propiedad privada. Eso es todo”. Tiene razón la senadora Valencia.

Esas tierras tienen dueños, entre estos el Ingenio del Cauca. Pero los indígenas también tienen sus razones. Alegan que esas tierras son suyas desde que la Pachamama estaba chiquita. Que fueron despojados a sangre y fuego durante la Conquista, y que la tropelía fue legalizada luego con leguleyadas, como las figuras del encomendero, el alférez real, el virrey y otros empelucados funcionarios que recibían, por obra y gracia del rey, el usufructo de enormes extensiones de tierra, incluidos los pájaros, los ríos, las fieras, los montes y los indios; y que el despojo se ha mantenido por los siglos de los siglos gracias al desvelo de un ejército de sargentos, notarios, narcos, inspectores de policía, paramilitares, azucareros, palmicultores, ganaderos, mineros, guerrilleros y parapolíticos.

En esta versión coinciden Anncol, el Gobierno, los senadores de la región y la comisión que estudió recientemente las causas del conflicto colombiano. Ah, y también el tío abuelo de Paloma Valencia, Álvaro Pío Valencia, el sabio que un día se enamoró de una princesa indígena, se fue a vivir con ella y le regaló a la tribu las 25.000 hectáreas que le correspondieron por herencia del vasto imperio de su padre, el poeta Guillermo Valencia. Cuando el clan Valencia lo recriminó por su generosa insania, Álvaro Pío contestó: “No estoy regalando nada. Estoy devolviéndoles la tierra a sus antiguos dueños”.

Usted dirá que todo esto es muy romántico. Y muy viejo. Que remontar 500 años un pleito de tierras es hilar muy delgado. Pero incluso el Estado colombiano, al que nadie puede tildar de marxista, que no se distingue por su afición a las reformas agrarias y ostenta uno de los peores Gini de tierras del mundo, les dio la razón a los indígenas de la zona y viene prometiéndoles una indemnización en tierras y en metálico desde la masacre del Nilo (1991)… ¡y hasta el sol de hoy!

Cada tres o cuatro años, miles de indígenas bloquean la carretera Panamericana, se toman unas haciendas, combaten con el Esmad (¡van 118 heridos esta vez!) y el Gobierno manda comisiones que prometen zanahoria y escuadrones que reparten garrote. Gaviria mandó dos comisiones, Samper dos, Pastrana una, Uribe tres, Santos dos… Ya es una tradición de la Casa de Nariño.

El índice de la concentración de la tierra en el Cauca es muy alto, una situación que contrasta con el paisaje de Nariño, esos miles de minifundios tan laboriosamente cultivados que inspiraron la observación de Aurelio Arturo: “… por los bellos países donde el verde es de todos los colores”.

Cuando uno viene del sur y pisa tierra caucana, de inmediato se siente el cambio. Latifundios sin enmontados y viejas flacas del color de la tierra mendigando en toldos improvisados a orilla de la carretera. Alguna relación debe haber, piensa uno, entre esta miseria y la centenaria tradición latifundista del Cauca.

De cara al posconflicto, no es muy estimulante ver cómo una sociedad que pretende resolver el problema de la tenencia de la tierra en Colombia, lleva 14 años (digamos) sin resolver el problema en el norte del Cauca.

Los enfrentamientos de los indígenas y los policías no han tenido la mitad del cubrimiento que tuvo, por ejemplo, el borrachito Nicolás Gaviria. Que los frenéticos jefes de redacción hayan incurrido en la ingenuidad de creer que “viral” es sinónimo de importante, vaya y venga; pero resulta inadmisible que los columnistas hayan pisado la misma estúpida cáscara.